La mayoría de las personas escucha música. Todas, hay que suponerlo, la disfrutan y, si se juzga a partir de la pasión que la rodea –discusiones, colecciones, rituales colectivos–, la disfrutan mucho. La mayoría de las personas dice no saber "nada de música". La mayoría de las personas que escuchan música sienten que ese placer que sienten no es el que deberían o que la música oculta algo que les es absolutamente ajeno (lo que no entienden). Muchas de esas personas –e incluso muchas de las que consideran que sí saben "de música" (que no es lo mismo, para el sentido común, que saber música)– piensan que ese saber es el que se refiere a circunstancias de composición o ejecución de las obras, biografías de autores e intérpretes o datos contextuales y esto es así tanto en las músicas artísticas, de tradición europea y escrita o popular, como en otras músicas. Ni el fan de Damas Gratis ni el de Jussi Björling se piensan a sí mismos como oyentes comunes. Y para los otros, ellos, los que han memorizado fechas, nombres y lugares, son los que "saben de música". La apoteosis de ese malentendido fue la elección, por parte de Macri y su ingente equipo intelectual, de Horacio Sanguinetti –alguien que "sabía de ópera"– como director del Teatro Colón.
Se ha hablado en este blog de escuchas mejores que otras, de la partitura como facilitador –o según algunos como vehículo imprescindible– para cierta clase de entendimiento –o de placeres–. Es cierto que cada uno lee, escucha, mira, con su enciclopedia a cuestas y que distintas enciclopedias posibilitan distintas lecturas (¿mejores? ¿peores? ¿sólo distintas?). Quien ha leído La Odisea lee el Wakefield de Hawthorne o esas historias de maridos que desaparecen de la casa durante años, escritas por Carver –o por Auster, que los lee a todos ellos– en una clave distinta que quien no. Pero, creo, antes que eso e incluso sin negar el valor de los bienes simbólicos del fan o el melómano (su saber sobre nombres y circunstancias) en la construcción de la escucha y de la propia imagen como amante de la música de quien escucha, está la atención. Quien escucha, aun quien lo hace sin saber sobre formas y procedimientos y sin análisis partitura mediante, ¿escucha todo lo que está ahí para ser escuchado? O, mejor, y teniendo en cuenta que la escucha sin duda se refina y se hace más precisa con la práctica, ¿escucha todo lo que podría escuchar? Es decir, ¿escucha con toda la atención de que es capaz? El oído no tiene párpados y la vida enseña, podría pensarse, a no escuchar. A cerrar la atención a la canilla que gotea interminable, al taladro del vecino, la campanilla de la barrera del ferrocarril que está al lado de la casa, a la radio de los taxis. Concentrarse implica, precisamente, seleccionar algunos sonidos, entre muchos. Poder No escuchar. Y escuchar música, o dominar ese arcano esquivo que la mayoría de los oyentes cree que no tiene, comienza con el aprendizaje contrario. Antes de saber si una obra es barroca o renacentista, antes de saber si el cantante estuvo antes en tal o cual grupo o si el guitarrista murió de HIV o de sobredosis a los 25 años o si la soprano tuvo una deslumbrante –aunque breve– carrera entre marzo y abril de 1937, de la que quedó apenas una grabación pirata, creo que conviene aprender, simplemente, a prestar atención a lo que se escucha. Después vendrán –o no– otros aprendizajes.
Creo que el de la atención es un punto fascinante... ¿Existe algo así como un ideal de la atención? ¿Una especie de capacidad para escuchar "todo"? (¿Y qué es "todo", al fin de cuentas?) En principio, estaría tentado a decir que la frecuentación va "educando", en cierto modo, la atención. Que, progresivamente, uno puede ir aprendiendo a escuchar, cada vez, más cosas. El "saber", desde ya, termina siendo una construcción posterior, y bastante compleja. En efecto, así como recitar de memoria la formación del Huracán del '74 no significa "saber de fútbol", está claro que en una disciplina deportiva el "saber" está íntimamente ligado a la práctica. Cuanto más familiarizado se esté con el quehacer del juego, más se lo podrá "conocer". No creo que sea distinto en el caso de la música: en ese sentido, el "saber" musical no es tanto lo que los griegos llaman una "epistéme" o una ciencia que maneja conceptos universales y abstractos (en cuyo caso el público podría justificar su "no saber de música" en el desconocimiento de esas complicadas abstracciones). Parecería, en cambio, que la música es algo más cercano a la "téchne", entendida como un conocimiento más ligado a la experiencia musical concreta. Menos pontífices, y una especie de "secularización" del saber musical. Martín Liut, en una entrada reciente de su blog, habla de la Sinfonía de Berio y de la fruición con que se la analizaba en hace varios años, y, agrega "...en grabaciones". No sé si es necesario que el público analice ("conozca" en términos técnicos) la Sinfonía de Berio. En todo caso, hay una condición previa ineludible: es necesario que la escuche. Después, a partir de esa atención cuya condición previa es la presencia de la obra "ante los oídos" de quien la escucha, puede empezar a construírse un discurso. Cualquier música, así entendida, puede resultar "nueva"... bastaría con escucharla atentamente.
ResponderEliminargracias a los dos, Diego y Gustavo!
ResponderEliminargaby comte