Thomas Kuhn, autor de La estructura de las revoluciones científicas, donde establece su idea de la evolución de la ciencia como puja entre paradigmas.
Pienso, casi en voz alta, o a teclado alzado (el equivalente de la vieja pluma) en algo que rondó varios de los comentarios surgidos a partir de una entrada anterior, "Emociones": la cuestión de la subjetividad y, sobre todo, si existe alguna clase de objetividad posible. Yo creo, y es una posición personal y en absoluto definitiva, que tal objetividad es posible dentro de un determinado paradigma, eso que Thomas Kuhn definió como un "conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período específico de tiempo". Más allá del abuso del término "paradigmático" –mi padre me aconsejaba siempre utilizar "ejemplar" y, según parece, el mismo Kuhn prefería ese término o, en su lugar, "ciencia normal"–, me parece que, en una comunidad que valora, por ejemplo, ciertas clases de música basadas en ciertos modelos de valor, uno puede valerse de ellos para establecer una cierta objetividad. Un ejemplo clásico de discusión paradigmática es la de Galileo con los inquisidores. Uno decía que había manchas en la luna porque las veía. Los otros que no las había porque la luna era una esfera y la esfera era la forma perfecta creada por Dios y por lo tanto no podía tener manchas. Dios era infalible, la mirada humana no y, en consecuencia, que las manchas se vieran o no carecía totalmente de relevancia. Entre ambos no había acuerdo posible porque lo que estaba en discusión eran dos modelos distintos, el deductivo y el inductivo. Jorge Fondebrider, en dos de sus comentarios, explicita dos paradigmas posibles, en este caso contiguos y hasta posiblemente complementarios, en lugar de contradictorios. Uno es el de Pound y su clasificación según la cual están (cito muy de memoria y puedo equivocarme) los que crean lenguajes y escuelas, los que los diluyen y los que simplemente los utilizan, con mejor o peor suerte. Obviamente, para él (para Pound), ese orden implica, también, una jerarquía. El otro es cuando, al referirse a Vaughan Williams, dice que The Lark's Ascending "es más compacta y con menos me dice bastante más" que la Sinfonía No. 1. Si se sacara de allí el "me" podría articularse un cierto sistema de valor objetivo: son mejores las obras que con menos dicen más. Y ese es un principio que, en efecto, rige a mucho del arte. Y si se combinara esto con lo de Pound el sistema sería aun mejor: son mejores las obras que crean lenguajes y escuelas y que además son compactas y concisas. Traducido a música, el sistema determinaría sin duda el valor superior de Brahms sobre Bruckner (que no era conciso) o sobre Berlioz, que tal vez creó más lenguaje que Brahms pero fue mucho menos compacto. Y allí es donde entra esta cuestión de los paradigmas contiguos que se me acaba de ocurrir. Es improbable que Bruckner tenga algo para decirle a quien escucha Damas Gratis (o viceversa). Pero lo es menos que pueda interesarle a quien gusta de Brahms. Hay un paradigma general, que tiene que ver con la posibilidad de gustar de la música llamada clásica, y dentro de él paradigmas particulares que rigen la valoración (y el gusto) de la ópera, o de ciertas óperas, de la música sinfónica, etc. Pero nada es tan claro, de todas maneras. Si se lo piensa, hay unos cuantos momentos en que Beethoven no responde demasiado al paradigma beethoveniano. E, incluso, dentro del discretísimo campo de los gustadores de ópera están quienes opinan que el bel canto es una basura llena de ornamentaciones y sin profundidad y quienes están convencidos de que es la más alta de las artes. Para poner un ejemplo más cercano, estoy casi seguro de que la lista de las óperas que prefiero (con la excepción de Puccini) coincide casi exactamente con la que muchos operómanos harían de las más odiadas. Y sin entrar en los paradigmas de la afinación o la expresividad (o el necesario equilibrio entre ambas) alrededor de los cuales se alinean bandos irreconciliables. Pero, volviendo a Brahms y Bruckner (y al paradigma de la concisión) es posible, creo, darse cuenta de que en el segundo la gracia no pasa por los mismos lados que en el primero y es deseable poder moverse de un pradigma a otro, distinto pero afín en algunos aspectos. Las sinfonías de Bruckner exhiben sus meandros, se retuercen, vuelven sobre sí, son cualquier cosa menos compactas pero allí precisamente es donde radica su encanto. Si se piensa en un escritor como Lawrence Stern, por ejemplo, sólo podrá ser disfrutado en la medida en que el delirio pueda entrar en el paradigma. En el campo del jazz, John Lewis es conciso. Ellington lo es aún más. Y uno valora eso. Pero para valorar a Jarrett, alguien que muestra el recorrido de sus ideas, que las expone en crudo, las hace explotar a la vista, y a veces hasta se complace en paisajes desérticos donde lo único que hay es la espera de algo, hay que moverse a otro paradigma. Es decir, creo, que la objetividad existe pero sólo puede ser reconocida como tal por quien comparte el paradigma. O por quien esté dispuesto a hacerlo.