domingo, 27 de marzo de 2011

Gritos en el espacio

(Publicado originalmente, en versión ligeramente diferente, en 51 9 10, la revista del Teatro Argentino de La Plata)



“La música puede no ilustrar lo que se ve en la pantalla pero, en ese caso, debe ilustrar lo que no se ve en la pantalla, que es siempre más profundo”, decía, en un reportaje realizado por la cadema CNN, el compositor Jerry Goldsmith. El mismo que, en el comienzo de Alien traducía a una desolada línea de trompeta emergiendo sobre las cuerdas con una melodía cromática, de manera casi textual, el slogan del film: “En el Espacio nadie puede escucharte gritar”. Y de paso, remitía a otro título: “La pregunta sin respuesta”. Se trataba del mismo auttor que, en 1968, había utilizado la técnica dodecafónica, desde el comienzo hasta el final, para The Planet of the Apes, de Franklin Shaffner. Desde los pianistas del cine mudo, o la primera música original concebida para una película –la de Joseph Frank Breil para The Birth of a Nation, dirigida por David Wark Griffith en 1915–, hasta esos detallados –y hasta a veces vanguardistas– frescos sonoros de Goldsmith, pasando por Alex North, Leonard Rosenman, Bernard Herrmann o sus maestros, Erich Wolfgang Korngold y Max Steiner, la música para el cine escenifica –literalmente, podría pensarse–, con distintos grados de tensión según el caso, la relación más antigua, más polémica y, también, más fructífera de la historia de la música. La conexión entre sonido y representación.
  Sergei Eisenstein, hablando de su trabajo junto a Sergei Prokofiev en Alexander Nevsky, de 1938, decía: "Deseo destacar que en este film se emplearon literalmente todos los métodos posibles. Hay secuencias en que las tomas se recortaron para ajustarlas a un curso musical previamente grabado. En otras la música entera fue escrita para el encuadre definitivo de la película. Algunas contienen ambos métodos. De la misma manera, pero a la inversa, algunos pasajes de la partitura sugirieron soluciones visuales plásticas que ni Prokofiev ni yo habíamos previsto. A menudo se adaptaban tan perfectamente al ‘sonido interior’ unificado de la secuencia, que ahora parecen ‘concebidos así de antemano’”. Técnicas. Catálogos de procedimientos que, en realidad, se refieren a las nuevas formas de una vieja cuestión que, como muchas otras, fue cifrada por Claudio Monteverdi. “Habiendo considerado que nuestra mente tiene tres pasiones o afectos principales –la ira, la moderación y la piedad– como los mejores filósofos afirman y, sin duda, considerando que la misma naturaleza de nuestra voz cae en un alto, bajo o mediano rango y la teoría musical describe esto claramente con los tres términos de agitación (concitato), languidez (molle) y temperancia (temperato); y nunca habiendo sido posible encontrar entre todas las composiciones de los pasados compositores un ejemplo del estilo o género agitado como es descrito por Platón en su tercer libro "De la Retórica" [ … ] y conscientes de que son los contrastes o los contrarios los que nos tocan y conmueven más profundamente o afectan nuestra mente, y que el fin de la buena música debería ser el engrandecimiento o ennoblecimiento de nuestro ánimo, como afirma Boecio cuando afirma de la música que nos es consubstancial, "Musica nobis esse conjuctam mores, vel honestare, vel envertere" (La música está asociada a nuestras vidas, ora para ennoblecer nuestras maneras o costumbres, ora para revertirlas), yo por lo tanto he decidido pornerme a la tarea, no sin mucho menester y pena, investigación y esfuerzo, de descubrir esta Música”, explicaba en el prefacio de su Ottavo Libro dei madrigali, publicado en 1638, donde, para lograr el contraste que conmovía los afectos oponía lo guerrero y lo amoroso. “Para lograr un mejor experimento –continuaba Monteverdi, luego de hablar de los ritmos más convenientes para el “afecto guerrero”– escogí al divino Tasso, como el poeta que expresa con toda propiedad y naturalidad todas las pasiones que quería describir, y descubrí su narración sobre el combate entre Tancredi y Clorinda, de suerte que pudiera tener las pasiones contrarias para poner en Música: la Guerra, la Suplicación y la Muerte. Y luégo, en el año de 1624, en presencia de toda la nobleza veneciana, presenté esa música en una noble habitación de la casa de ilustrísimo y excelentísimo Girolamo Mozzenigo, caballero principalísimo y alto dignatario de la Serenísima República, mi patrón y mecenas, música esa que fue escuchada con gran placer y muy aplaudida. Habiendo, pues, visto el éxito que hube en la primera imitación de la cólera, llevé más allá mis investigaciones sobre el estilo con mayor énfasis y escribí varias otras composiciones, las unas de cámara y las otras eclesiásticas, y este estilo fue totalmente apreciado, y tan placentero aún para los compositores de música que no lo conocían no sólo por los textos, que fueron aplaudidos con entusiasmo, sino que además me imitaron en sus composiciones, para mi gran placer y honra. En consecuencia sentí justo el decir que era yo el autor y el responsable de esta investigación y las primeras experiencias sobre este estilo, tan necesario al Arte Musical, que estaba verdaderamente incompleto sin él hasta ahora, pues sólo poseía los dos estilos: el dulce (o lánguido) y el temperado”.
  Las lenguas san, habladas entre otros por los Khoi, en el sur de Africa, se componen de chasquidos y golpes de lengua y glotis. La posición de la boca implica cambios en la caja de resonancia pero allí no hay vocales. En esas lenguas no hay sonidos que permanezcan en el tiempo. Sin embargo, los Khoi cantan. No es extraño. La música es diferente en cada cultura pero, hasta ahora, no existe testimonio de ninguna etnia, ni presente ni pasada, que no haya tenido música. La afirmación podría parecer una obviedad. No lo es, en tanto implica algo verdaderamente misterioso y es la creencia, en absolutamente todas las culturas de la Tierra, de que el sonido entonado y ritmado tiene significados propios. Y, más aún, de que la palabra cantada es más poderosa que la palabra. Para los Khoi, y también para el público de ópera, para los distintos credos religiosos y para los enamorados de Buenos Aires, Nueva York, Munich, Barquisimeto, Osaka o Guanajuato, para los Mapuche o los bosquimanos, cuando se quiere decir algo realmente importante, cuando se quiere hablar con los dioses o conseguir la más absoluta de las entregas amorosas, cuando se despide a los muertos o se recibe a la temporada de las cosechas, las palabras no se dicen. Se cantan. Al fin y al cabo, un texto bastante inocente como “ayer todos mis problemas parecían estar tan lejos” sería muy diferente sin la música de Paul McCartney y el acompañamiento de un cuarteto de cuerdas escrito por George Martin para aquella canción que, ayer nomás, publicaron The Beatles. A primera vista podría pensarse que es la letra la que da el significado a una canción. Y, sin embargo, el sentido de “Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver” no existiría –o no existiría de la misma manera– sin la música (y sin la voz de Gardel, que, obviamente, es parte de esa música). De la misma manera, alguien recitando “antes de esta aurora, yo cerraré los ojos” estaría lejos de conseguir el mismo efecto emocional que la soprano que canta el papel de Liù, en la ópera Turandot de Puccini. Es la música, igual que en una canción popular, la que dota de significado a ese verso. Esa presunción es la que sostiene a la música de cine.
  La música, como la serpiente del paraíso, parece reptar por debajo de las voluntades; se impone a ellas, insufla exaltación o congoja, movimiento o quietud, logra, como dicen los tangueros, que “se piante un lagrimón”. Por eso la iglesia, en la Edad Media, le temía. Y, por eso, la iglesia, en la Edad Media, fue incapaz de resistir sus encantos. La institución católica, apostólica y romana, tomando elementos que ya estaban presentes en numerosos ritos del pasado y de otras culturas, fue tal vez la primera organización verdaderamente consciente de las leyes del espectáculo. Vestuarios y escenografías impactantes eran el marco de esas historias que se contaban para inspirar piedad, amor al dios, buenas costumbres y, sobre todo, sentido de pertenencia a una tribu en particular. La música era peligrosa, y toda la teoría medieval da cuenta de ese peligro y de la necesidad de no caer en “el placer sensual” que la música conllevaba, pero era, al mismo tiempo, un arma demasiado poderosa como para desestimarla. El nazismo y el estalinismo, mucho después, con su fe en que la música pudiera convertir a las poblaciones en buenos o malos nazis o en buenos o malos comunistas, partiría de la misma presunción. La letra –mucho más que con sangre (aunque también con sangre, desde luego)– con música entra. Una escena de suspenso, o de amor, o de exaltación heroica, no lo sería del todo sin la música. Hitchcock y Bernard Hermann lo sabían. Y lo sabían hasta el punto de ir en contra, como en The Birds (1963), que no tuvo música sino, precisamente, montaje sonoro de sonidos producidos por aves. Que la música de Jurassic Park, escrita por John Williams, y la de Brave Heart, de James Horner, partan exactamente del mismo tema melódico –aunque en el segundo caso en versión seudocéltica– no hace otra cosa que reafirmar, eventualmente, que las leyes acerca de qué es lo que la música logra en los corazones, valientes o no, están lo suficientemente cristalizadas. Y que esas reglas, que forman parte de las maneras de concebir las representaciones teatrales desde los autos sacramentales de la Edad Media y que comenzaron a afianzarse en las culturas europeas durante el siglo XVII, con el surgimineto de la ópera –primero llamada favola in musica– implican un simbolismo cuyas fuentes ya  nadie conoce pero cuyos efectos nadie discute. Melodías ascendentes o descendentes, texturas apretadas o aéreas, ritmos frenéticos, obsesivos o lánguidos, timbres “suaves” o “hirientes” y, desde ya, consonancias o disonancias, construyen sentido teatral, hoy, con los mismos fundamentos que hace ocho siglos aunque, claro, con una paleta de posibilidades algo mayor.
  Las polémicas acerca de la autonomía de la música como lenguaje atraviesan gran parte de lo escrito acerca de ella a lo largo de más de diez siglos. Cuando San Agustín compara a los trovadores con “bestias”, negándoles entidad musical porque, como los pájaros, pueden cantar bellos sonidos pero no saben por qué lo hacen, cuando la pedagogía medieval considera a la música como ciencia y no como arte, en tanto no es el hacer música lo que caracteriza al músico sino el conocimiento de sus reglas, que reflejan el equilibrio y los sonidos –es decir la armonía– de las esferas en el cosmos, de lo que se trata es de la presentación de un problema en donde está en juego la posibilidad de una música teórica en contra –y por sobre– la música práctica. Esa idea acerca de una música absolutamente pura sería central en toda la mitología acerca de la música, a través de distintas épocas y escuelas, pero, obviamente, nunca se plasmaría en la realidad más que como, precisamente, ideal.
  Conviene, en ese sentido, volver a Monteverdi. En Il Combattimento di Tancredi e Clorinda, sobre un texto de Torquato Tasso extraído de La Gerusalemme liberata, se encuentra un ejemplo. El compositor cuenta el combate mortal entre dos guerreros. Uno de ellos es la mujer sarracena que el otro amó durante su cautiverio, vestida con armadura y, claro, irreconocible hasta que, moribunda, se saca el yelmo para que el cruzado victorioso le traiga en él algo de agua. Monteverdi habla de la oposición entre amor y guerra. Y tanto el texto como su tratamiento musical la plasman de manera transparente. La primera mención erótica al cuerpo femenino de Clorinda aparece en el preciso momento de la herida mortal. “Stringe egli il ferro nel bel sen di punta / che vi s’immerge  e’l sangue  avido beve” (hunde él el hierro en su bello seno, de punta, y allí se sumerge y la sangre ávido bebe), dice. Y continúa: “…e la veste, che d’or vago trapunta / le mamelle stringe a tenere e lieve / l’empie d’un caldo fiume…¨ (y su vestimenta, de precioso oro tejida, que sus pechos sujeta, perfectos y delicados, se empapa de un cálido oleaje). Este romance entre Eros y Thanatos aparece musicalizado con procedimientos habituales en la seconda pratica, ese moderno estilo que acumulaba disonancias para lograr efecto dramático. Por eso es que la polémica mantenida por el músico y teórico Giovanni Maria Artusi con Monteverdi debe entenderse, más que como un ataque personal, como una crítica a toda la seconda pratica en general y, en particular, a esta búsqueda de novedad y originalidad que, en muchos aspectos, predetermina la relación que existiría para siempre entre sonido y sentido teatral y que construye los cimientos de lo que es hoy (y posiblemente siga siendo) la música para el cine.
  Es posible que la tensión que articula el propio sentido de la música no sea otra que la que existe entre las ideas de abstracción y de representación. Que lo que sostiene el misterio –y el efecto– de la música sea ese duelo entre el lenguaje puro y los pactos culturales acerca del significado de ese lenguaje. Los códigos de la representación en música cambiaron, desde ya, pero la certidumbre de que la música dramatiza de alguna manera los sentimientos continúa indemne. En Historia de un secreto, su notable libro acerca de la Suite Lírica de Alban Berg, el investigador Esteban Buch desnuda toda la red de discurso amoroso confiado al más abstracto de los lenguajes. No hay letra, salvo ese adjetivo del título, “lírica”, que remite a la voz y, por extensión, a la ópera y al espíritu romántico. Se trata de un cuarteto de cuerdas. No se le otorga a la música ninguna descriptividad aparente. Y no obstante, en ella anida una serie de claves –alusiones a las iniciales de su amada secreta en las notas que conforman el tema principal, a través de la equivalencia en el cifrado alemán entre letras y sonidos, números a los que se les atribuye la representatividad de una persona en singular, citas al Tristan und Isolde wagneriano– y a su alrededor toda una urdiembre de cartas y ocultamientos que terminan convirtiendo a toda la obra en una especie de escena teatral. Alban Berg, que por esos años va a ver a Sigmund Freud para que le cure el asma, cultiva la música abstracta pero es un hombre de teatro, como lo prueban sus dos óperas, Wozzeck y Lulu, y además dice, en los comentarios escritos sobre la partitura que le regala a su amante, “Sólo puede comprender este Presto delirando quien presiente los horrores y sufrimientos que ahora se suceden…” Para Berg, uno de los dioses de esa música llamada dodecafónica a la que, todavía hoy, se le atribuye la cualidad de la “antimúsica”, es decir de aquella que antepone el cálculo a los sentimientos, el sentido está más allá. Como para Jerry Goldsmith, lo atonal también cuenta y puede contar incluso lo que no se muestra en la imagen. Hay un “comprender la música” que está situado en un punto que contempla el sonido pero no es el sonido. En un espacio donde la música, para quien sabe escuchar, representa. Toru Takemitsu (para Kurosawa) o Bernard Herrmann (para Hitchcock o Welles o Truffaut) o Nino Rota (para Fellini o para Coppola) crearon pensando en esa nueva y particular forma del drama que es el cine. Su territorio es el de las antiguas convenciones formuladas por Monteverdi y, por supuesto, las infinitas maneras de subvertirlas. Quizás el sonido no quiera decir, en sí mismo, ninguna otra cosa que sonido. Pero forma parte de una trama cultural y de un pacto. Y allí, en esa red, la melodía cromática de la trompeta seguirá diciendo lo que la imagen (todavía) no dice pero el espectador ya sabe. Que en el Espacio nadie podrá escucharlo gritar.

2 comentarios:

  1. Me hace acordar al viejo Kagel diciendo "La música es un arte realista"

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  2. ¡Que bueno!
    Un placer leerle.

    Julia V.

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