Publicado originalmente en Revista Teatro Colón.
András Schiff dialoga con Martin Meyer. La última pregunta se refiere a cómo deben ser interpretados los glissandi de octava en el final de la Sonata Op. 53, dedicada al conde Ferdinand von Waldstein. La respuesta de Schiff, en el folleto del quinto de los volúmenes de la extraordinaria integral de las Sonatas para piano de Beethoven editada por el sello ECM, condensa algunos de los elementos que la convierten en uno de los mayores acontecimientos en la historia de la interpretación de esta “obra de obras” que el director Hans von Büllow definió como “El Nuevo Testamento”, cuando aún no había transcurrido medio siglo desde la muerte del compositor. “Exactamente como Beethoven lo escribió”, dice Schiff y aclara: “Y en el caso de la Op. 53 su manuscrito ha sobrevivido. Es verdad que no es fácil, y que era un poco más confortable en un fortepiano de la época de Beethoven, pero el efecto buscado sólo puede obtenerse de esa manera. Y para la apoteosis en trinos, en la coda, naturalmente se necesita un sonido todo lo mágicoy brillante que sea posible. En suma, estoy absolutamente de acuerdo con György Ligeti: la Sonata “Waldstein” es un punto de llegada en la historia musical y, al mismo tiempo, un punto de partida que abre nuevos e imaginativos mundos sonoros”.
En ese texto se tienden líneas en tres direcciones: el filologismo –el manuscrito original como fuente–, las prácticas historicistas –el conocimiento acerca de cómo sonaría la obra en un instrumento de época y las posibilidades de aplicarlo a un piano actual– y la mirada contemporánea –la idea, compartida con Ligeti, acerca de la proyección de la obra hacia el presente. Y es que, en efecto, esas preocupaciones aparecen en las versiones de Schiff, donde el detalle y la rigurosidad más extrema condicen con una fuerza y una claridad interpretativa que abreva tanto en las grandes tradiciones del siglo XIX como en las más nuevas, aportadas por pianistas como Robert Levin o Andreas Staier. Y parte de su detallismo en relación con el sonido puede deducirse del hecho de que haya decidido no usar un mismo instrumento para todas las obras: para las sonatas más virtuosísticas, Schiff utiliza un piano Steinway y para aquellas que requieren una sonoridad más densa, un Bosendorfer.
“Las obras de Bach y Mozart todavía me parecen un territorio virgen. Con las Sonatas de Beethoven siento que me confronto con una fuerte tradición interpretativa que se remonta hasta Liszt”, dice. Su lectura, en la que resulta fundamental la idea de gran relato dentro del cual cada sonata es apenas un paso, es, tal vez, la única que se anima a incorporar las enseñanzas del historicismo y a explorar poéticamente el inmenso campo interpretativo que se abre a partir de la literalidad más radical. El resultado implica una especie de paradoja. Schiff concibe el ciclo de las 32 sonatas como un cuerpo integrado y, sin embargo, nadie como él diferencia tanto cada una de ellas. Hay características que ya estaban en sus formidables versiones de la música para piano de Leos Janacek o, junto al genial cellista Miklos Perenyi, de las Sonatas para cello y piano de Beethoven (también publicados por ECM), en sus interpretaciones de la obra pianística de Bartók (para el sello Philips), en su memorable Schubert (Decca) o en aquellos discos donde, muy joven, acompañaba con sutileza y complicidad al tenor Peter Schreier en los ciclos de canciones de Schubert. Ni el fraseo extraordinariamente puntilloso, ni el respeto por las voces internas, ni el detalle de cada trino y apoyatura son nuevos en él. Lo nuevo, en todo caso, es esa sensación de narración que Schiff consigue establecer a lo largo de las sonatas. Las ya publicadas cubren el territorio que va desde las juveniles, con su particular tensión entre la frescura y, en ocasiones, el gesto de virtuosismo altanero, con el anticipo de los duelos con la forma y con la materia musical –incluso con el instrumento– de las composiciones tardías, hasta las del llamado “período heroico” –concepto que, por otra parte, Schiff se ocupa de discutir.
En un campo que incluye, como referencia obligada, al pionero Arthur Schnabel –a pesar de la precariedad de las grabaciones, realizadas en los años treinta–, a Claudio Arrau, Alfred Brendel y Maurizio Pollini, la edición de ECM, que comenzó a publicarse en 2005, involucra ocho volúmenes con las 32 Sonatas para piano más los movimientos alternativos –como el Andante favori, que ocupa su lugar junto a la “Waldstein”–. Los registros fueron realizados íntegramente en vivo, y la distribución de las obras responde de manera estricta al orden de composición. El ordenamiento, por otra parte, da preeminencia a la coherencia interna por sobre cualquier lógica comercial. El primer volumen, por ejemplo, incluye un segundo CD de sólo 30 minutos, para incluir allí la Op. 7 y reforzar la idea de unidad estilística entre las primeras cuatro sonatas. Y en la quinta entrega, lo mismo sucede con la “Waldstein” y el Andante favori, ubicados en un CD extra de 38 minutos para no romper su ligazón con las tres sonatas del Op. 31. Cada uno de los volúmenes cuenta con un folleto en el que el pianista dialoga acerca de las obras incluidas. Esos textos son, en realidad, verdaderos ensayos en que la profundidad del análisis se ve enriquecida por la perspectiva práctica, corporal, del intérprete. Las ilustraciones de las tapas, reproducciones de la serie Pinturas cartográficas, del artista checo Jan Jedička –variaciones sobre un tema dado, podría pensarse–, dan una idea, por otra parte, de la concepción de esta integral en que la unidad del todo resulta tan importante como la diferenciación de las partes. Schiff, un pianista nacido y educado en Budapest, es alguien que no se presentó en concursos, que no actuó en el Carnegie Hall antes de cumplir 20 años y que, posiblemente, no está entre quienes electrizan con su gestualidad. No lo necesita. Es, simplemente, un pianista perfecto.
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