Hoy, a las 5 de la mañana, murió Mercedes Sosa. Fue una de las grandes cantantes del siglo XX, formó parte de uno de los movimientos de renovación de la música popular más importantes de su época y cantó, en la última mitad de los sesenta y durante toda la siguiente, algunas bellísimas canciones como nadie podría volver a cantarlas jamás. Al regresar a la Argentina, luego de haber sido prohibida por la última dictadura militar, se convirtió en un símbolo de la canción popular argentina en su totalidad. Y, de alguna manera, terminó quedando prisionera de su propio personaje y, también, de la progresiva pauperización del repertorio. En los últimos años no encontró, en todo caso, los productores discográficos o los directores artísticos capaces de guiarla en un camino que le hiciera justicia. Transcribo aquí un reportaje que le hice en 1996, para uno de los primeros números del suplemento Radar, de Página/12.
La nena de guardapolvo blanco va caminando a la escuela. En invierno se muere de frío y, más cerca del verano, el calor resulta difícil de aguantar. Hay acto en la Escuela Libertador San Martín. Ha faltado la profesora de música y hay que cantar el Himno. La voz de la directora ordena: “Sosa, al frente y dé la nota”. Mercedes Sosa dice que siempre la hacían cantar, aunque ella era terriblemente tímida. Fueron sus compañeras de escuela las que la convencieron, años después, para presentarse en un concurso de LV12, la radio de Tucumán. “Fui, canté ‘Triste estoy’ de Margarita Palacios y se acabó el concurso. Gané, claro”, aclara con picardía. “En aquella época imitaba a Lolita Torres, por quien tenía adoración”, comenta hoy Mercedes Sosa y, para confirmarlo, canta –lo hará varias veces a lo largo de la entrevista–, con una voz aniñada, una inverosímil españolada de los años ‘50 (“Un castillito de arena, yo he levantado en la playa”). “Cuando gané el concurso me di cuenta de que no tenía repertorio; sabía sólo dos canciones. Entonces empecé a aprender lo que se escuchaba en todas partes. Principalmente folklore. El folklore que estaba de moda también llegaba de Buenos Aires; el otro, el que cantábamos todos los días, no era para cantar en la radio.” Y da como ejemplo: “Para un tucumano siempre será más significativo eso de ‘Cielo de amanecer, que va pintando los cerros’. Por muy famosa que sea ‘Luna tucumana’, es poco representativa para nosotros”. Cuenta que así fue como se convirtió en la cantante del peronismo: “Cada vez que iban los jerarcas sindicales de acá me llamaban para cantar”
–¿Era peronista?
–Mi familia era peronista. Yo no sabía. Pero cuando estuvo Evita en las afueras de Tucumán, inaugurando un hospital, fue una emoción muy fuerte verla. Con esa belleza... Alguno se va a reír de mí por lo que digo, pero ella fue muy importante para la gente. Cuando murió, se sufrió mucho. Nosotros le habíamos mandado una carta, pidiéndole unos anteojos para mi hermana Chocha. Y nos llegaron dos pares. Esas cosas mis padres no las olvidaban.
–¿Cuándo deja de sentirse peronista?
–Yo no sabía nada de política. Tampoco sé ahora, pero la gente cree que sé mucho. Una vez, en el 58, me tocó ser jefa de mesa en las elecciones. Uno de los fiscales, un muchacho radical, me explicó el asunto de los votos anulados: que no podían votar con el carnet del peronismo. Y claro, todos los viejitos, pobrecitos, venían con el carnet porque en esa época todavía estaban acostumbrados a cuando había que usarlo para todo, para hacer cualquier trámite, para conseguir trabajo. Tuvimos que llegar a un acuerdo con los fiscales de hacer de cuenta que no veíamos cuando sacaban el carnet, porque si no, pobrecitos, les teníamos que anular el voto a todos. En fin, eso me parecía que era culpa del peronismo. Por esas cosas dejó de gustarme.
–¿Y cómo llega al comunismo?
–Por un amigo que me pasaba libros. Yo no sabía que él era comunista cuando me prestó Así se templó el acero de Nikolai Ostrovsky, que era de los tiempos del Stalin ese, y el librito me deslumbró. Cuando me mudé a Mendoza, al nacer mi hijo Fabián, empecé a relacionarme con artistas e intelectuales y me sentí en mi ambiente por primera vez. En Tucumán estaba muy sola; no tenía con quién hablar. Leía. Leía cosas como El hombrecillo de los gansos (de Jakob Wasserman). ¿Con quién iba a charlar de eso?
Premiada a principios de 1996 por la Unesco (dentro de una selecta lista que incluye a Dimitri Shostakovich, Leonard Bernstein y Alberto Ginastera); elegida, junto a un puñado de estadistas y pensadores (entre ellos Mijail Gorbachov), como miembro del Consejo Mundial de la Tierra; mujer del año para la Unicef; condecorada con la Orden de Comendador de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia; ciudadana ilustre de Suecia, Holanda, Francia, Brasil, España y de su ciudad natal, Mercedes Sosa ha cantado en casi todos los países del mundo. Ha actuado en salas como el Concertgebouw de Amsterdam, la Philharmonie de Berlín, el Olympia de París o el Lincoln Center neoyorquino. Algunos la han definido como la voz de la humanidad, en Europa la llaman la madre de América y Fito Páez la nombró alguna vez como el alma de este país.
Su próximo proyecto (“si me dan permiso, porque ésas son músicas muy sagradas, muy secretas”) será la grabación de cantos de las poblaciones indígenas de Argentina. A veces habla con la cadencia y las palabras que pueden esperarse de una artista internacional, de alguien que se codea con lo más selecto de la intelectualidad europea y americana. Otras veces, su tono se hace lento, muestra una cierta ingenuidad y se parece a esa supuesta abuela provinciana que un porteño podría imaginarse al verla caminando por una calle. Por ejemplo, cuando cuenta que una vez, en Berlín, viendo una representación de Carmen de Bizet, asistió a un “gallo” del cantante que representaba al torero. Hubo amagues de abucheo pero en seguida la sala chistó pidiendo silencio. El amigo que estaba sentado a su lado le dijo entonces que los artistas también se enferman. Y ella lo repite ahora, casi como un ruego. “Los artistas somos personas”, dice, y recuerda cuando se quedó muda en el Royal Albert Hall o cómo tuvo que ignorar al público, no mirarlo en ningún momento, para poder cantar en 1982, después de años de exilio, en el Teatro Opera de Buenos Aires. Ahora, casi medio siglo después de debutar en una radio provincial, acaba de “volver” al folklore, con un disco dedicado íntegramente a ese género. El título (Escondido en mi país) viene de una canción de Gustavo Patiño incluida en el álbum, y se refiere precisamente al folklore. Se grabó en vivo (“con todos los músicos tocando juntos, porque yo pedí que se hiciera así, para evitar la soledad terrible que significa ir a poner la voz sobre algo que ya fue grabado”) y es un disco que la hace sentir “orgullosa”.
“Es el mejor disco que he hecho. Uno siempre dice del último disco que es el mejor, pero éste es así, nomás. No me costó nada. En un solo día grabé siete canciones. Lo disfruté como pocos de los que he hecho. Y en Alemania, en Holanda, en Francia, en España, en Suiza, lo van a amar más todavía que a los anteriores. Porque ellos me ven como un símbolo de América latina.”
–Esa vuelta al folklore, ¿significa un retorno a un tipo de canción más identificado con la militancia?
–La Mercedes Sosa más intensa fue la del disco de homenaje a Violeta Parra, en 1974. Con un texto fuerte, caliente como era ese tiempo de barricada. Nosotros en Argentina siempre hemos tenido una poesía distinta. Los chilenos eran más subversivos. Los poetas acá siempre han sido más tranquilos. Tejada Gómez era el más duro, imagínese. Pero aquél era otro momento. Yo creo que Escondido en mi país es un disco en el que, musicalmente, me acerco más al interior del país. Allí la gente sigue amando el folklore. Con empecinamiento. La gente no se deja rematar lo que le pertenece. Es la música de su paisaje, a la que se acostumbró de chica. Y no la encuentra en la televisión, en los programas de las radios no está. Cuando llega el verano y empiezan los festivales, la gente se encuentra allí.
–¿Cómo es la relación con ese país, con ese paisaje, cuando está de gira?
–Me quedo encerrada en el hotel. Y necesito desesperadamente volver a Buenos Aires. No soy yo la única artista que se queda encerrada en el hotel, muchos cantantes lo hacen. Los músicos disfrutan más, porque salen a pasear. Ellos, si se enferman, no tienen que salir a poner la cara ahí adelante. Imagínese que, para los cantantes, el instrumento es uno mismo, una cosa muy brava. Cualquier cosita hace que la voz ya no salga como tiene que salir. Por eso prefiero quedarme en el hotel y escucho música.
–Y cuando está en Buenos Aires, ¿extraña a Tucumán?
–A Tucumán ya no tengo motivos para extrañarla porque mi madre está ahora aquí conmigo. A mi provincia voy cuando mi mamá está allí. Para eso es que tengo el auto, porque acá me manejo en taxi. Voy por la Ruta 34, saludando a la gente, todos me conocen: en las estaciones de servicio, en los paradores de la ruta. Eso me gusta. Un día Mirtha Legrand me dijo que quería venir conmigo. “Si yo sola tengo un problema con todos los que me saludan, imagínese si vamos juntas”, le contesté y nos reíamos las dos. Pero yo amo Buenos Aires. En París es imposible conseguir una entrada para un concierto si uno no está abonado desde hace meses. Acá tenemos la suerte de tener un Teatro Colón, al que vienen los grandes artistas y está al alcance de la mano. En esta ciudad hay de todo y mucho más accesible que en otras partes. Y además aquí salgo, ésta es mi ciudad. Cuando tuve que vivir en Europa fue difícil, porque hay que volver rápido para no acostumbrarse. Yo necesito estar aquí porque necesito cantar con verdad. Y para cantar a la Argentina, había que estar en Argentina. Pero para mí aquí es Buenos Aires.
–El lugar público, ¿la aprisiona como mujer, la obliga a representar siempre un mismo personaje?
–Es que este camino no lo tomé para vender discos, ésta es mi manera de pensar y no ha cambiado. Yo como artista tengo todo el derecho del mundo a entrar o salir de un repertorio determinado, a elegir unas canciones u otras. Pero en cuanto a mi manera de pensar, no cambio. Sigo creyendo lo mismo con respecto a las desigualdades con que vive el mundo. Mi mirada sobre el mundo es de preocupación, y no sólo sobre los países más pobres, porque en los otros no todo lo que reluce es oro, no se vaya a creer. Y los premios internacionales son por eso, por mi forma de pensar, por mi compromiso. Si yo hago una canción, ¿qué voy a pensar que van a darme un premio? Para mí el premio es llegar a la gente, o que la canción me guste a mí.
La nena de guardapolvo blanco va caminando a la escuela. En invierno se muere de frío y, más cerca del verano, el calor resulta difícil de aguantar. Hay acto en la Escuela Libertador San Martín. Ha faltado la profesora de música y hay que cantar el Himno. La voz de la directora ordena: “Sosa, al frente y dé la nota”. Mercedes Sosa dice que siempre la hacían cantar, aunque ella era terriblemente tímida. Fueron sus compañeras de escuela las que la convencieron, años después, para presentarse en un concurso de LV12, la radio de Tucumán. “Fui, canté ‘Triste estoy’ de Margarita Palacios y se acabó el concurso. Gané, claro”, aclara con picardía. “En aquella época imitaba a Lolita Torres, por quien tenía adoración”, comenta hoy Mercedes Sosa y, para confirmarlo, canta –lo hará varias veces a lo largo de la entrevista–, con una voz aniñada, una inverosímil españolada de los años ‘50 (“Un castillito de arena, yo he levantado en la playa”). “Cuando gané el concurso me di cuenta de que no tenía repertorio; sabía sólo dos canciones. Entonces empecé a aprender lo que se escuchaba en todas partes. Principalmente folklore. El folklore que estaba de moda también llegaba de Buenos Aires; el otro, el que cantábamos todos los días, no era para cantar en la radio.” Y da como ejemplo: “Para un tucumano siempre será más significativo eso de ‘Cielo de amanecer, que va pintando los cerros’. Por muy famosa que sea ‘Luna tucumana’, es poco representativa para nosotros”. Cuenta que así fue como se convirtió en la cantante del peronismo: “Cada vez que iban los jerarcas sindicales de acá me llamaban para cantar”
–¿Era peronista?
–Mi familia era peronista. Yo no sabía. Pero cuando estuvo Evita en las afueras de Tucumán, inaugurando un hospital, fue una emoción muy fuerte verla. Con esa belleza... Alguno se va a reír de mí por lo que digo, pero ella fue muy importante para la gente. Cuando murió, se sufrió mucho. Nosotros le habíamos mandado una carta, pidiéndole unos anteojos para mi hermana Chocha. Y nos llegaron dos pares. Esas cosas mis padres no las olvidaban.
–¿Cuándo deja de sentirse peronista?
–Yo no sabía nada de política. Tampoco sé ahora, pero la gente cree que sé mucho. Una vez, en el 58, me tocó ser jefa de mesa en las elecciones. Uno de los fiscales, un muchacho radical, me explicó el asunto de los votos anulados: que no podían votar con el carnet del peronismo. Y claro, todos los viejitos, pobrecitos, venían con el carnet porque en esa época todavía estaban acostumbrados a cuando había que usarlo para todo, para hacer cualquier trámite, para conseguir trabajo. Tuvimos que llegar a un acuerdo con los fiscales de hacer de cuenta que no veíamos cuando sacaban el carnet, porque si no, pobrecitos, les teníamos que anular el voto a todos. En fin, eso me parecía que era culpa del peronismo. Por esas cosas dejó de gustarme.
–¿Y cómo llega al comunismo?
–Por un amigo que me pasaba libros. Yo no sabía que él era comunista cuando me prestó Así se templó el acero de Nikolai Ostrovsky, que era de los tiempos del Stalin ese, y el librito me deslumbró. Cuando me mudé a Mendoza, al nacer mi hijo Fabián, empecé a relacionarme con artistas e intelectuales y me sentí en mi ambiente por primera vez. En Tucumán estaba muy sola; no tenía con quién hablar. Leía. Leía cosas como El hombrecillo de los gansos (de Jakob Wasserman). ¿Con quién iba a charlar de eso?
Premiada a principios de 1996 por la Unesco (dentro de una selecta lista que incluye a Dimitri Shostakovich, Leonard Bernstein y Alberto Ginastera); elegida, junto a un puñado de estadistas y pensadores (entre ellos Mijail Gorbachov), como miembro del Consejo Mundial de la Tierra; mujer del año para la Unicef; condecorada con la Orden de Comendador de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia; ciudadana ilustre de Suecia, Holanda, Francia, Brasil, España y de su ciudad natal, Mercedes Sosa ha cantado en casi todos los países del mundo. Ha actuado en salas como el Concertgebouw de Amsterdam, la Philharmonie de Berlín, el Olympia de París o el Lincoln Center neoyorquino. Algunos la han definido como la voz de la humanidad, en Europa la llaman la madre de América y Fito Páez la nombró alguna vez como el alma de este país.
Su próximo proyecto (“si me dan permiso, porque ésas son músicas muy sagradas, muy secretas”) será la grabación de cantos de las poblaciones indígenas de Argentina. A veces habla con la cadencia y las palabras que pueden esperarse de una artista internacional, de alguien que se codea con lo más selecto de la intelectualidad europea y americana. Otras veces, su tono se hace lento, muestra una cierta ingenuidad y se parece a esa supuesta abuela provinciana que un porteño podría imaginarse al verla caminando por una calle. Por ejemplo, cuando cuenta que una vez, en Berlín, viendo una representación de Carmen de Bizet, asistió a un “gallo” del cantante que representaba al torero. Hubo amagues de abucheo pero en seguida la sala chistó pidiendo silencio. El amigo que estaba sentado a su lado le dijo entonces que los artistas también se enferman. Y ella lo repite ahora, casi como un ruego. “Los artistas somos personas”, dice, y recuerda cuando se quedó muda en el Royal Albert Hall o cómo tuvo que ignorar al público, no mirarlo en ningún momento, para poder cantar en 1982, después de años de exilio, en el Teatro Opera de Buenos Aires. Ahora, casi medio siglo después de debutar en una radio provincial, acaba de “volver” al folklore, con un disco dedicado íntegramente a ese género. El título (Escondido en mi país) viene de una canción de Gustavo Patiño incluida en el álbum, y se refiere precisamente al folklore. Se grabó en vivo (“con todos los músicos tocando juntos, porque yo pedí que se hiciera así, para evitar la soledad terrible que significa ir a poner la voz sobre algo que ya fue grabado”) y es un disco que la hace sentir “orgullosa”.
“Es el mejor disco que he hecho. Uno siempre dice del último disco que es el mejor, pero éste es así, nomás. No me costó nada. En un solo día grabé siete canciones. Lo disfruté como pocos de los que he hecho. Y en Alemania, en Holanda, en Francia, en España, en Suiza, lo van a amar más todavía que a los anteriores. Porque ellos me ven como un símbolo de América latina.”
–Esa vuelta al folklore, ¿significa un retorno a un tipo de canción más identificado con la militancia?
–La Mercedes Sosa más intensa fue la del disco de homenaje a Violeta Parra, en 1974. Con un texto fuerte, caliente como era ese tiempo de barricada. Nosotros en Argentina siempre hemos tenido una poesía distinta. Los chilenos eran más subversivos. Los poetas acá siempre han sido más tranquilos. Tejada Gómez era el más duro, imagínese. Pero aquél era otro momento. Yo creo que Escondido en mi país es un disco en el que, musicalmente, me acerco más al interior del país. Allí la gente sigue amando el folklore. Con empecinamiento. La gente no se deja rematar lo que le pertenece. Es la música de su paisaje, a la que se acostumbró de chica. Y no la encuentra en la televisión, en los programas de las radios no está. Cuando llega el verano y empiezan los festivales, la gente se encuentra allí.
–¿Cómo es la relación con ese país, con ese paisaje, cuando está de gira?
–Me quedo encerrada en el hotel. Y necesito desesperadamente volver a Buenos Aires. No soy yo la única artista que se queda encerrada en el hotel, muchos cantantes lo hacen. Los músicos disfrutan más, porque salen a pasear. Ellos, si se enferman, no tienen que salir a poner la cara ahí adelante. Imagínese que, para los cantantes, el instrumento es uno mismo, una cosa muy brava. Cualquier cosita hace que la voz ya no salga como tiene que salir. Por eso prefiero quedarme en el hotel y escucho música.
–Y cuando está en Buenos Aires, ¿extraña a Tucumán?
–A Tucumán ya no tengo motivos para extrañarla porque mi madre está ahora aquí conmigo. A mi provincia voy cuando mi mamá está allí. Para eso es que tengo el auto, porque acá me manejo en taxi. Voy por la Ruta 34, saludando a la gente, todos me conocen: en las estaciones de servicio, en los paradores de la ruta. Eso me gusta. Un día Mirtha Legrand me dijo que quería venir conmigo. “Si yo sola tengo un problema con todos los que me saludan, imagínese si vamos juntas”, le contesté y nos reíamos las dos. Pero yo amo Buenos Aires. En París es imposible conseguir una entrada para un concierto si uno no está abonado desde hace meses. Acá tenemos la suerte de tener un Teatro Colón, al que vienen los grandes artistas y está al alcance de la mano. En esta ciudad hay de todo y mucho más accesible que en otras partes. Y además aquí salgo, ésta es mi ciudad. Cuando tuve que vivir en Europa fue difícil, porque hay que volver rápido para no acostumbrarse. Yo necesito estar aquí porque necesito cantar con verdad. Y para cantar a la Argentina, había que estar en Argentina. Pero para mí aquí es Buenos Aires.
–El lugar público, ¿la aprisiona como mujer, la obliga a representar siempre un mismo personaje?
–Es que este camino no lo tomé para vender discos, ésta es mi manera de pensar y no ha cambiado. Yo como artista tengo todo el derecho del mundo a entrar o salir de un repertorio determinado, a elegir unas canciones u otras. Pero en cuanto a mi manera de pensar, no cambio. Sigo creyendo lo mismo con respecto a las desigualdades con que vive el mundo. Mi mirada sobre el mundo es de preocupación, y no sólo sobre los países más pobres, porque en los otros no todo lo que reluce es oro, no se vaya a creer. Y los premios internacionales son por eso, por mi forma de pensar, por mi compromiso. Si yo hago una canción, ¿qué voy a pensar que van a darme un premio? Para mí el premio es llegar a la gente, o que la canción me guste a mí.
Es impactante ver a miles de personas haciendo cola para ver a la difunta cantora. Cuando murió Kagel había que explicarle al Ministro de Cultura de quién se trataba... ¿Quién, Jagger...? Es triste que nos falte esa pata.
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