Gidon Kremer me dijo en una entrevista, hace años, que para él un concierto era un relato y que las distintas obras eran sus capítulos. No es que el concepto sea original pero esa fue una explicación clara. Aquella vez, en que tocaba para el desaparecido ciclo Harmonia –luego reemplazado por Nuova Harmonia y programado íntegramente por el Comité para la Música de Italia–, contó que su programa tendría a Viena como objeto, yendo de Schubert a Anton Webern, pero que los directores del ciclo le habían dicho que "el público argentino no estaba preparado para Webern" y le habían pedido que cambiara esa parte del programa, por lo que había incluido a Richard Strauss en lugar de Webern. Más allá de ese caso particular, hay conciertos ejemplares, tanto de una buena programación como de lo contrario. En el últiimo casillero, sin dificultad, puede incluirse cualquiera de la Filarmónica de Buenos Aires. Su actual director, Arturo Diemecke, un buen conductor con altas dosis de demagogia –hacia adentro y hacia afuera de la orquesta– no sabe nada acerca de programación y supone que alcanza con recordar aniversarios redondos, con lo que puede ir de Ginastera a Rimsky-Korsakov y de allí a Beethoven sin tino ni vergüenza. Ejemplos de lo contrario fueron el recital que brindo el notable cellista finlandés Annsi Karttunen en Villa Ocampo, con un fluido recorrido entre el primer barroco, Kaija Saariaho, Pablo Ortiz y Johann Sebastian Bach, donde cada obra iluminaba de alguna manera insospechada a la próxima y a la precedente, y el excelente concierto del extraordinario violinista Joshua Bell junto al pianista Fréderic Chiu, el martes pasado. En primer lugar hubo allí tres obras capitales: la
Sonata No. 4 de Beethoven, la
Tercera de Brahms y la descomunal
Sonata de César Franck, además de una de las delirantes y extrañas
sonatas de Eugéne Ysaÿe, la que tiene como leit motiv el
requiem gregoriano que Berlioz utilizó en la
Fantástica y Ginastera en
Bomarzo. Ysaÿe fue, por otra parte, el violinista para el que Franck escribió su
Sonata. Y además, había entre todas las obras, un lazo tonal: dos de ellas estaban en La Mayor, una en la menor y la otra en Re menor (la tonalidad de la que la menor sería la dominante "modal"). Y otro buen ejemplo para tener en cuenta es el programa que este martes 23 hará, en el Auditorio Amijai, Hilary Hahn, cuya versión deslumbrante del
Concierto de Schönberg (junto a la no menos lograda, pero más esperable, del de Sibelius), con la Sinfónica de la Radio Sueca y dirección de Esa-Pekka Salonen, acaba de ser editada localmente. Junto a la pianista Valentina Lisitsa, Hahn irá alternando
sonatas de Ysaÿe con tres de las
Sonatas de Charles Ives que, hasta donde sé, hasta ahora nunca fueron tocadas en Buenos Aires por ninguna gran figura internacional. Y habrá, también, piezas virtuosas y brillantes (aunque interesantes más allá de la exhibición) en cada una de las dos secciones del concierto: en la primera, las
Danzas húngaras de Johannes Brahms, en transcripción de Joseph Joachim; las
Danzas folklóricas rumanas de Béla Bartók, en transcripción de Zoltan Székely, en la segunda.
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