TAXI
Por Leonardo Moledo (Publicado originalmente en
Revista Clásica)
Cada vez que salgo a la calle se me acerca un taxi. Puede ser en la puerta de mi casa o a unos metros de ella, o cerca de la parada del colectivo a donde pretendo llegar: el taxi se acerca sigiloso (o repentino) y estaciona a mi lado. Lo tomo (¿qué otra cosa podría hacer?) y me lleva directamente a la Compañía, del otro lado de la ciudad, donde muestro mi pase y me sumerjo en un plácido mundo de escritorios arrullados por un parlante que transmite música funcional. A veces salgo por la puerta trasera del edificio, que da a una calle con poco tránsito, pero igualmente, apenas pongo un pie en la vereda, un taxi se arrima al cordón, dispuesto. Tampoco importa la hora, puede ocurrir al mediodía o a las dos de la mañana porque algún llamado urgente me despertó, o porque recordé un lugar a donde debía ir, o simplemente porque decidí salir a dar un paseo, pero apenas salgo, un taxi se aproxima y me lleva a la Compañía. Nunca es el mismo taxi, y, que yo recuerde, jamás se han repetido. Los modelos son variados, y no pude encontrar nada entre los taxistas que se aproxime a una regularidad que pudiera darme alguna pista concreta. Alternan las marcas, los años de los coches y las edades de los taxistas: a veces son hombres –y algunas mujeres- maduros, a veces el conductor me parece casi un niño; rara vez, por lo que creo, los vi armados. El interior varía dentro de los límites un tanto estrechos de la decoración convencional, a veces una estampita, un retrato de Gardel, un zapatito colgando, en ocasiones nada. Pero invariablemente me llevan a la Compañía, en el otro extremo de la ciudad, que se alza en el medio de un descampado – es un edificio rectangular de tres pisos y líneas arquitectónicas modernas, aunque un poco pasadas de moda – y que mantiene sus luces encendidas tanto de noche como de día y en cuya entrada hay una barrera. Allí pago al taxista, desciendo del automóvil, deslizo mi pase por una ranura magnética, la barrera se levanta y recorro a pie los cien metros que me separan de la entrada principal, donde el pase debe ser utilizado nuevamente, esta vez bajo la mirada fija y amenazadora de un guardián que, aunque no está armado, parece estar respaldado por una retaguardia invisible de gente peligrosa. El taxista, sea quien fuere, no me pregunta nada durante el trayecto, salvo algunos comentarios sobre el tiempo que hace, o el estado del tránsito que nos rodea, que son reiterativos, o, más que reiterativos, siempre iguales. La radio está siempre prendida y se escucha únicamente música, nunca un partido de fútbol o un noticiero; a veces cuando subo, y a veces recién cuando llegamos a la Compañía, un locutor anuncia lo que acabamos de escuchar y lo que oiremos a continuación. La voz del locutor me hace acordar a los taxistas anteriores: ahora oiremos el ciclo de
La Chanson de Roland, de Chris de La Tour, trovador del siglo XIV, a continuación transmitiremos el
Libro V de madrigales de Monteverdi, pero los taxistas, del mismo modo que los coches, jamás se han repetido ni se conocen entre sí, ni nadie les ha indicado que vinieran. El taxi no recorre siempre el mismo camino, a veces se desliza por avenidas y a veces toma sólo calles laterales; generalmente, cuando cruzamos por debajo de algún puente o tomamos la autopista, la voz del locutor irrumpe para anunciar un coral de Buxtehude, o una obra de Corelli, o un
concerto grosso de Heinz: nos acercamos, muy lentamente y a lo largo de los años, del Renacimiento al Barroco. Muchas veces, cuando hace frío o llueve, trato de disfrazarme, cubriéndome con un impermeable, tapándome la cara con una bufanda y ocultando todo mi cuerpo tras un enorme paraguas, pero aun en medio de la más intensa tormenta, y vestido así, apenas salgo, un taxi, siempre distinto de todos los que he tomado, se arrima y estaciona al lado mío, junto al cordón de la vereda: adentro me espera un ambiente confortable y sereno, un taxista algunas veces locuaz y la radio encendida y deslizándose, paso a paso a través de la interminable serie de
sinfonías–canción de Werner, haciendo equilibrio entre el Barroco temprano y el tardío, hasta que llegamos a la Compañía, con su ritual de barrera, pase, puerta de entrada y guardián, que según la hora, atenúa su mirada brutal o a veces está durmiendo apoyado en su arma. La Compañía, como siempre, tiene todas las luces encendidas. Una vez me enfermé de cierta gravedad y no salí a la calle durante casi seis meses; fue un período de relativa felicidad, pero el primer día que decidí dar un paseo, apenas alcancé la vereda, se acercó un taxi manejado por un muchacho de no más de 16 años que me llevó directamente a la Compañía. La radio estaba recorriendo ya la obra de Johann Sebastian Bach: "Wachet auf, ruft uns die Stimme", y al día siguiente, "Von Himmel da komm Ich Hier". Ni los taxistas ni los locutores parecían registrar el paso de las estaciones, ni los cambios del lenguaje o la moda; para la época en que la radio había dejado atrás a Stamitz, Semmel y Cwoe y transitaba la ultima sonata de Beethoven, los jeans habían sido sustituidos por pantalones de poliester con tachas metálicas, pero los taxistas, fueran jóvenes o viejos, hombres o mujeres, vestían igual que el primer día, ya lejano en el tiempo y ni el portero de la barrera ni el guardián parecían notarlo. Durante mucho tiempo, dejé de hablar con los taxistas y de escuchar la música y traté de elaborar una estrategia para confundirlos (deslizarme por una ventana, saltar la verja del fondo, subir a la terraza y moviéndome de terraza en terraza aparecer por un lugar inesperado), pero apenas ponía un pie en la calle, el taxi se acercaba y me llevaba a la Compañía acompañado por la música atonal de Schönberg o el
Cuarteto Nro. 25 de Adjus Trajk, que ya exhibía avances minimalistas. Había, a la vuelta de mi casa, un baldío que terminaba en una explanada de baldosas rotas, donde permanecía desde tiempo inmemorial, incongruente, un aljibe. Me oculté en el aljibe después de haber introducido una chapa que me sirviera de plataforma, y descubrí que dos metros por debajo de la boca se abría un túnel penoso que recorrí con miedo, un túnel larguísimo que a veces se estrechaba hasta casi impedirme el paso y otras veces se ensanchaba como para permitir el paso simultáneo de tres personas; lleno de botellas rotas, jeringas en estado de avanzada descomposición, partes de algunas aves embalsamadas por un taxidermista hábil, y el rumor lejano del agua que corría por la cloaca máxima de la ciudad. Prendiendo un encendedor, de a ratos pude avanzar y al cabo de unos días vi que el túnel desembocaba en una escalera desgastada, asimétrica y angosta, al final de la cual se distinguía un puntito de luz. Subí pegado a la pared para que nadie me viera y salí -cautelosamente- al centro mismo de la plaza de un barrio completamente desconocido para mí, rodeada de grandes edificios y delimitada por cuatro avenidas de tráfico intenso y de doble mano. Con precauciones, busqué un semáforo con la vista y cuando vi que se encendía la luz roja me dispuse a cruzar. Entonces se me acercó un taxi. Subí y me dejé caer en los asientos, que estaban forrados de plástico. La radio estaba transmitiendo música que inmediatamente reconocí, era el final del
Agnus Dei, de la
Misa de Réquiem en Si, de Isaac Dynsen: yo estaba cansado por la travesía y por todo el tiempo transcurrido, pero cuando el coro emprendió el
Dona Nobis Pacem, comprendí, de repente, que nadie vendría a buscarme mañana ni nunca más para llevarme a la Compañía. Sin embargo, ni el taxista ni los que manejaban el mar de coches que nos rodeaba se daban cuenta. El taxi se deslizaba sin inconvenientes por la avenida atestada, el tiempo transcurría por última vez y a nadie parecía preocuparle; era como si nevara.
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