miércoles, 30 de septiembre de 2009
Pregunta teológica
"Descendamos y confundamos sus lenguas"
En una entrada anterior se hablaba de la traducción del título del libro de Alex Ross, The Rest is Noise, en la edición española de Seix Barral. La opción elegida por el traductor, Luis Gago, y los editores, fue El ruido eterno, una frase que, además de alejarse de la referencia de Ross a la famosa frase del protagonista, antes de morir, en la segunda escena del quinto acto de Hamlet, se distancia del sentido del título original. Un lector envió, con gentileza, el link a una página web llamada Retroklang donde Gago argumenta (favorablemente, es claro) acerca de su decisión. Su razonamiento es, además de endeble, curioso. Dice: "Leí todas las traducciones al castellano de Hamlet, incluida, por supuesto, la de Astrana. Todos los traductores optan por 'Lo demás es silencio' o 'El resto es silencio'. Francamente, Lo demás es ruido suena fatal (a mí). El resto es ruido suena aún peor. Un título tiene que sonar y The rest is noise suena, además de que, para un oyente inglés, es muy fácil establecer la asociación con el 'The rest is silence' hamletiano. ¿Cuántos lectores españoles asociarían 'El resto es ruido' con la frase final de Hamlet? Ninguno, me atrevo a aventurar. Moratín simplemente valía para conseguir un título que tenía que reunir al menos dos condiciones: 1) Incluir la palabra 'ruido'; 2) Tener una vinculación con la frase final de Hamlet. Ross, los editores y yo mismo pensamos que El ruido eterno era un título eufónico que reunía las dos condiciones. Quizá no sea el mejor, pero sí el menos malo". El criterio de buscar otra referencia a un mismo texto cuando la original es difícil de traducir o poco grata en la nueva lengua es habitual en el caso de títulos de films u obras teatrales. Lo que no la hace correcta ni deseable. Y no es un dato menor el hecho de que, más allá de su discutible eufonía e incluso de su referencia a Hamlet, "el resto es ruido" quiere decir algo diferente que "el ruido eterno". Eventualmente, en la imposibilidad de conservar un juego de palabras o una cita a otro texto al mismo tiempo que el significado, siempre es preferible optar por este último. Siguiendo el criterio de Gago, un título maravillosamente sonoro como "Alice's Adventures in Wonderland" bien podría trocarse en "Instrucciones para endulzar la cabellera", al fin y al cabo también relacionado con el sentido del texto. O por el más comercial "Una niña traviesa y confundida". Que a Gago no le guste como suena "El resto es ruido" (que a mí, por otra parte, me gusta bastante) no parece un argumento suficiente como para cambiarlo por otra frase de significado diferente, por más que esta guarde alguna relación con alguna frase de alguna traducción particular de Hamlet (no conozco la de Moratín y Gago no la cita en su defensa). Y aquí es donde se comete otro error. No se trata de cualquier frase de Hamlet sino de una bastante famosa, usada como título de por lo menos tres films (una adaptación de la obra de Shakespeare entre ellos), varias canciones e incluso de una banda de rock; una frase que, aunque Gago no lo crea, hasta un español podría conocer. Y aun si no la conociera y el lector hispanoparlante se perdiera ese guiño (o el señalado por Guillermo Bazzola acerca del uso de "rest" como silencio musical) no debería olvidarse que se trata de un libro sobre música, y no sobre Hamlet, y que la idea de que "el resto es ruido" no resulta ni de cerca reemplazable por la de un "ruido eterno". La eternidad del ruido es, en todo caso, la de Babel y aquel excesivo castigo de un dios soberbio cuando, sólo para evitar que los hombres y mujeres del mundo llegaran al cielo, resolvió confundir sus lenguas para que ya no se entendieran entre sí. Y creó a los traductores españoles.
martes, 29 de septiembre de 2009
Marcas en el sonido
Publicado originalmente en La Tempestad (México)
Una obra de arte habla de una teoría estética, de lecturas, enciclopedias, escuchas y miradas. Y la vida de un artista –la que importa, la que es distinta de cualquier otra vida– es la que conforman sus teorías estéticas, lecturas, escuchas y miradas. En ese sentido, una obra de arte no podría no ser autobiográfica. Cuando, además, no se trata de una obra sino de la Obra, aquella que pude ser leída como serie, lo que se cuenta es toda una vida. Allí están los Cuartetos de Beethoven o las Sinfonías de Mendelssohn para narrar esos recorridos. Allí están los discos de los Beatles para poner en escena la vida de los Beatles y, en particular, “Penny Lane” y “Strawberry Fields Forever”, esos dos lados de un mismo disco que habían explicado cómo Lennon quería ser McCartney y como McCartney deseaba ser Lennon, convirtiéndose ambos en uno sólo que, tal vez, no satisficiera a ninguno de los dos. Y allí está György Ligeti, uno de los autores más importantes de la segunda mitad del siglo XX –y no sólo de ella–, contando con música cómo amó y odió a Hungria y sus mitos, Bartók entre ellos, cómo leyó a Borges, que miró de Maurits Escher, qué escuchó de las vanguardias del siglo, qué aprendió de la música electrónica y cómo digirió a Brahms y Beethoven, y a Bach, y a Fats Waller y Conlon Nancarrow.
Pero, además, las historias se escriben. Ya se sabe, cuando no hay escritura hay pre-historia. Y la de Ligeti se escribió como ninguna otra en el siglo XX, con tres retrospectivas discográficas realizadas todavía durante su vida. La primera fue realizada por el sello alemán Wergo, a comienzos de la década de 1970, y llegó a incluir parte de sus Estudios para piano. La segunda, con el nombre de Ligeti Edition, fue encarada por Sony y abarcó siete volúmenes, publicados entre 1996 y 1998, más uno con la versión revisada en 1997 de la ópera Le grand macabre, estrenada ese año en el Festival de Salzburgo, grabada en vivo en París en 1998 –en coproducción con ese festival– y publicada en disco en 1999. No era común que se grabaran obras completas de compositores vivos y, mucho menos, que en el mercado hubiera dos versiones de una misma ópera contemporánea. Y aunque Sony decidió no continuar, el afán por seguir contando esa historia subsistió. Esta vez con otro nombre, Ligeti Project, y en el sello Teldec, pero con la misma dedicatoria autógrafa a Vincent Meyer que encabeza los libritos de todos los discos. Los cinco volúmenes editados entre 2001 y 2004 completan el relato con un nivel excepcional de exhaustividad si se piensa en quiénes son los otros que han sido merecedores de ediciones semejantes: Johann Sebastian Bach, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Fréderic Chopin y Johannes Brahms, todos ellos a raíz de algún aniversario redondo del nacimiento o la muerte, utilizado por la industria discográfica como argumento de venta.
Capaz de lograr imágenes sonoras casi estáticas a partir del movimiento extremo, cultor de lo que él mismo denominó “micropolifonía”, icono de la vanguardia instituida en la década del 60 y rechazado por ella unos años después, cuando recuperó la idea de ritmo, insatisfecho, genial y lo suficientemente valiente como para cambiar el rumbo cada vez que le fue necesario, el autor cuya música utilizó Stanley Kubrick –sin permiso– para 2001, Odisea del espacio había nacido en 1923 en la ciudad transilvana de Siebenbörgen, en Rumania. Su padre, un judío húngaro, había muerto en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en Alemania, y su hermano en el de Mauthausen, en Austria. El fue obligado a realizar trabajos para el ejército húngaro en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial y, después de finalizada y hasta 1956, fue profesor de música en el conservatorio de Budapest. “Mi vida, durante la época nazi y el comunismo estuvo llena de riesgos. Creo que eso se refleja en algo de mi obra; ese sentimiento permanece”, aseguró el compositor. Podría trazarse una genealogía del terror en su obra. Sería posible encontrar los rastros, como él señala, de la vida riesgosa, del miedo, de las persecuciones, del temblor, en esos ritmos que parecen sustentarse en una inestabilidad permanente. Resulta más interesante ver, en su obra temprana, una serie de duelos entre fidelidades. Y claro, como en toda historia de la que se sabe el final, leer allí los anticipos de lo que vendría. Hay una serie de obras para coro a capella, escritas después de la Segunda Guerra Mundial y mientras Ligeti vivió en Hungria. Los textos pertenecen, en su mayoría, al folklore, y Ligeti cuenta esas obras de la siguiente manera: “En mi juventud estuve influenciado por Bartók y Kodaly, y por la música folklórica húngara y rumana. Kodaly propició un retorno fuerte a la polifonía vocal en Hungría. Había muchos coros de aficionados y de profesionales cantando tanto música renacentista como obras de nuevos compositores húngaros. Como estudiante, también yo había cantado en grupos pequeños, casi en privado, con mi voz pobre y pequeña, y compuse para estos grupos varias piezas a capella”. Es cierto que allí están sus escuchas de Bartók y Kodaly y la de las escuchas que ellos habían hecho del folklore. Pero allí puede detectarse algo más: una delectación en la polifonía renacentista –y en obras como en el monumental motete "Spem in alium", de Thomas Tallis, escrito para 40 voces diferentes– sin la cual el Concierto de cámara o el Doble Concierto para flauta, oboe y orquesta no hubieran existido.
En 1956, Ligeti escapó a Austria “con un portafolios, un par de partituras y un cepillo de dientes” y luego se incorporó al estudio de música electrónica experimental de la Radio de Colonia, donde, hasta 1959, trabajó muy cerca de los otros grandes nombres de la época: Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen y Luigi Nono. La música electrónica, si bien no compuso más que unas pocas obras y durante un breve período, fue determinante para su estética. De hecho, ciertas maneras de tratar el material sonoro y, sobre todo, de entender el timbre y las densidades como materiales en sí mismos, resultan difíciles de ser imaginadas en alguien que no hubiera tenido la experiencia de trabajar con la electrónica. En composiciones como Atmosphéres, por ejemplo, el timbre es absolutamente esencial a la obra. Ya no se trata de una obra interpretable en algún otro instrumento. Hasta La consagración de la primavera, de Stravinsky, donde la orquesta tiene un alto grado de protagonismo, admitía una versión para piano a cuatro manos, que el propio autor escribió para tocar junto a su hijo, Soulima. La composición de Ligeti, en cambio, no podría sonar con otros instrumentos. Es su sonido; está pensada a partir de él. Pero, además, si hay algo que caracteriza la historia musical de Ligeti es la manera en que esta piensa, cuestiona y reelabora la Historia. En él hay, claramente un pensamiento “histórico”. Su Concierto de cámara lee el Concierto de cámara de Alban Berg pero, a la vez, lee, en la mecanicidad de su tercer movimiento, al Poema sinfónico para 100 metrónomos que había escrito en 1962. Nadie como él –salvo, quizá, Stravinsky– se periodizó a sí mismo de tal manera. Hablando de su Concierto para piano decía, por ejemplo: “Corresponde a mi período tardío, en la segunda mitad de la década de 1980, y es el resultado de un cambio radical en mi manera de escribir. Para ese momento no sólo había abandonado el cromatismo total, que actualmente me parece históricamente superado sino que también había dejado de trabajar con texturas micropolifónicas…Había vuelto a estructuras más transparentes y cristalinas”. Y, para hablar del ritmo, comparaba la relación entre los pixels y la imagen en una pantalla de televisión. “Los pixels aparecen y desaparecen en rápida sucesión, sin moverse; la ilusión de movimiento, en las películas, está creada por elementos que no se mueven sino que brillan y se oscurecen, se muestran y se ocultan alternativamente”.
El lugar que ocupan, en su producción, los Estudios para piano, es en ese sentido, central. Allí aparecen sus nuevas teorías, sus lecturas de la Historia (Debussy, Chopin) y de sus historias (la propia incapacidad pianística, que, según él, guió sus pasos como la dificultad con la perspectiva había encaminado los de Cézanne). Y también sus fascinaciones estéticas por fuera de las discretas fronteras de la música artística de tradición escrita: “La riquísima base de partículas motrices y sonoras en la música de muchas culturas sub saharianas, los ensambles polifónicos tocados por grupos de músicos sobre un xilofón, en Uganda, la República Central Africana, Malavi y otros lugares, al igual que la manera de tocar individualmente la mbira en Zimbawe, Camerún y otras regiones”. Y agregaba: “Dos cosas fueron importantes para mí, la manera de pensar en relación con patrones de movimiento, independientemente de las métricas europeas, y la posibilidad de generar configuraciones rítmico melódicas ilosorias, a partir de la cominación de dos o más voces, de manera análoga a las pespectivas ‘imposibles’ de Escher. También formaron parte de mis fuentes los laberintos de Jorge Luis Borges”. Y los títulos de esos Estudios contaban, también, la vida propia: “Otoño en Varsovia” y, de manera más ambigua –allí está también lo que las obras dicen de sí mismas–, “Desorden”, “Vértigo”, “En suspenso”. Ligeti decía, en 1996, a los 73 años, que esos Estudios eran, “hasta el momento”, quince y que tenía la intención de escribir más. Murió diez años después, el 12 de junio de 2006 y ese conjunto de exquisitas e inquietantes miniaturas para piano sigue siendo el testamento más preciso de quien siempre reescribió –y nunca de manera literal– lo que tenía a su alrededor. En ese legado establece una reconciliación con el ritmo –y con Bartók–, al que las vanguardias del siglo habían dado la espalda. Hay allí una reivindicación de un canon ignorado, donde Fats Waller, mirado –escuchado– a la vez por Nancarrow, y el Africa negra, se encuentran con Chopin que, por otra parte, ya lleva inscripta en sí esa maravillosa tensión entre la medida europea, en la mano izquierda, y el vértigo y el desorden y los inviernos en Varsovia, en la derecha.
sábado, 26 de septiembre de 2009
111
Hace 111 años nació, en Brooklyn, Jacob Gershowitz. Fue, después, George Gershwin. El New York Times escribió, en 1935, a raíz del estreno de Porgy & Bess, caracterizada por sus autores (George y su hermano Ira sobre un texto de DuBose Heyward) como "ópera folk", "un ruso dirigió un conjunto de extraordinarios cantantes negros haciendo la música indudablemente norteamericana de un judío: eso es Nueva York". Aquí, el propio Gershwin toca "I Got Rhythm" en un film de 1931. Y aquí, el dúo "Bess you is my woman now", de Porgy & Bess, cantado por Willard White y Cynthia Haymon junto a la Filarmónica de Londres, con dirección de Simon Rattle, en una versión filmada para televisión a partir de la producción de Glyndebourne de 1989.
jueves, 24 de septiembre de 2009
Y Seix-Barral dijo...
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Y Yahvé dijo
The Sound of Music quería decir "Sonrisas y lágrimas" (en la Argentina la traducción correcta era "La novicia rebelde"), Spellbound significa "Cuéntame tu vida", 84 Charing Cross Road se traduce como "Nunca te vi siempre te amé" y, ya en el terreno de los libros de música, Music: A Very Short Introduction, de Nicholas Cook, devino "De Madonna al canto gregoriano". Los siempre imaginativos traductores españoles agregan ahora un nuevo logro: The Rest Is Noise: Listening to the Twentieth Century, el famoso libro de Alex Ross, nos enteramos vía Seix Barral que quiere decir "El ruido eterno: Escuchar al siglo xx a través de su música". Nunca tan cierto aquello que se relata en el capítulo 11 del Génesis: "Y Yahvé dijo, descendamos y confundamos sus lenguas".
domingo, 20 de septiembre de 2009
Movimientos en los baños
"Eso es el jazz"
El saxofonista Jan Garbarek grabó, a los 62 años –y seis años después de su último disco como líder–, el primer álbum en vivo de su carrera. Integrante del célebre “cuarteto europeo” de Keith Jarrett (con el que grabó dos de los discos más populares del jazz de los 70, Belonging y My Song), este temprano epígono noruego del Gato Barbieri (y, por carácter transitivo, de Coltrane), navegó luego por las frías aguas de un cierto folklorismo noreuropeo que, muchas veces, lo acercaron peligrosamente a las orillas de la new age. En Universal Languages, junto al contrabajista Miroslav Vitous, volvió al jazz –y, podría decirse, al jazz más salvaje–. En Dresden, el CD doble recién editado por el sello alemán ECM, toca con viejos amigos: Rainer Brüninghaus en piano y teclados, Manu Katché en batería y, en reemplazo del contrabajista Eberhard Weber, que sufrió la parálisis momentánea de la mano izquierda, el brasileño Yuri Daniel. Y en un reportaje publicado el sábado 19 de septiembre por Le Monde, dice: “El jazz es mi background esencial pero, definitivamente, no soy un músico de jazz. Louis Armstrong, Oscar Peterson, John Coltrane: eso es el jazz”.
viernes, 18 de septiembre de 2009
Kafka en la Guerra Fría
Noticias de la Gran Manzana
domingo, 13 de septiembre de 2009
Beatles Juice (Noticias de Apple)
Hay razones comerciales. Y hay consecuencias artísticas (y hasta, por ahí, éticas). Uno podría preguntarse qué derecho se tiene para hacer sonar mejor algo que fue compuesto hace tiempo: las Goldberg en un Steinway de gran cola, o Beethoven por una gigantesca orquesta sinfónica con flautas de metal, cuerdas sintéticas y una brillante afinación bastante arriba no sólo de los 415 del La de comienzos del siglo XIX sino incluso de los supuestamente aceptados 440 Hz del actual. Lo cierto es que los Beatles, tal vez el primer ejemplo de música artística compuesta a partir del bastardo modelo de la canción pop y en un estudio de grabación y no en una partitura, fueron remasterizados por primera vez a partir de las cintas originales. Y se escucha lo nunca oído. Es decir, todos saben que los discos de los Beatles, sobre todo a partir de Rubber Soul, tenían esa capacidad de sorprender en cada escucha. De permtir que cada vez uno descubriera allí algo nunca antes percibido. Y es que la cantidad de información que acumulaban era, notablemente, superior a la tecnología con la que podía plasmarse. Los Beatles rematerizados no dejarán de sorprender, espero. Pero, más allá de que podría pensarse que, con otras posibilidades técnicas los Beatles también habrían imaginado otra música, que las tensionara y no que las complaciera, la nueva versión de sus discos pone en escena, y en un primer plano evidente, todo aquello que siempre estuvo pero que, el Winco primero y, más tarde, los equipos stereo, permitían desentrañar parcialmente y por capas. La sensación (y he escuchado sólo alguno de los discos y fragmentariamente) es que, hasta ahora, los Beatles habían sonado como si los hubiéramos oído a través de la ventana (cerrada) del baño. La ventana se abrió. Quizá no sea del todo ético. Tal vez se parezca a reescribir el Poema del Mio Cid en un moderno español pasota. Pero es maravilloso.
viernes, 11 de septiembre de 2009
To Sir with Love
La crisis del disco
Hoy vas a entrar en mi pasado
El Sindicato Nacional de la Edición Fonográfica de Francia (SNEP), que concentra el 80% del mercado de ese país (el resto corresponde a productores independientes) anunció anteayer una baja del 17,8% en las ventas de CDs, DVDs y vinilos, para el primer semestre de 2009, con respecto al mismo período del año anterior. Si se toma un período más largo, las cosas son aún peores, y explican el cierre de las grandes cadenas. Una caída del 94% después de 2002 que, finalmente, se estabilizó en un descenso del 64%. Las noticias, sin embargo, no son todas malas. Mientras el repertorio pop francés descendió 69% y el internacional 67%, el clásico (en el que el SNEP incluye el jazz) perdió apenas el 22%. En la Argentina, aunque obviamente no existen mediciones de ninguna clase –o por lo menos no se publican– se dan algunas paradojas interesantes. Sony Music, por ejemplo, gastó una gran cantidad de dinero en el fracaso solista de Emmanuel Horvilleur mientras que el primer disco de Ernesto Jodos para esa compañía –sin casi ninguna inversión publicitaria– vendió mucho más que lo esperado. También fue un "éxito", medido en términos relativos, la edición local de la integral de las sinfonías de Mahler dirigidas por David Zinman. Uno podría ponerse contento. Pero el problema es que cuando las compañías dejen de vender aquello que sostiene sus gigantescas estructuras comerciales, tampoco podrán hacer esos pequeños y buenos negocios que, de paso, nos incluyen.
miércoles, 9 de septiembre de 2009
No soy yo
Un amigo me contaba la historia de un conocido suyo, que al salir de un hotel con su amante se cruzó con su esposa y sólo atinó a decir: "No soy yo". Nieva en Ushuaia, adonde vine a dar una conferencia y un curso, y, mientras tanto, alguien ha usurpado mi identidad virtual, pidiendo desde mi ahora ex dirección de correo electrónico una suma de dinero en virtud de que estaría en Londres y sin billetera. El pedido está hecho con una horrible prosa, que supuse que nadie confundiría con la mía, pero, para mi pesar, varios me han llamado por teléfono para preguntarme si me encontraba en dificultades económicas. Quien así escribe no soy yo. Si así escribiera no me atrevería a pedir dinero. Y, de paso, ya que he perdido contacto con mi dirección anterior, esa que me han robado, y por lo tanto con todos mis contactos, ruego a quienes me conozcan que tomen nota de que mi actual dirección de correo electrónico es la misma que antes pero en gmail, y que, en lo posible, me manden allí un mensaje cualquiera para que pueda volver a tener sus direcciones.
viernes, 4 de septiembre de 2009
Despedida
miércoles, 2 de septiembre de 2009
Improvisaciones
Más allá del obvio parentesco con géneros afroamericanos anteriores, como el blues, en las teorías acerca del origen del jazz se ha minimizado la importancia de prácticas musicales escocesas, irlandesas e inglesas, sumamente comunes en la época de la colonización de los Estados Unidos. En primer lugar, el canto responsorial (un solista al que un coro le responde, presente en la estructura del jazz primitivo), si bien es básico en muchos cantos de distintas regiones de Africa, también lo es en el rito cristiano, tanto católico como protestante, y como puede observarse en una entrada anterior también en los cantos de marinos. La idea de solo alternado con pasajes grupales también está presente en las tradiciones europeas. Pero, sobre todo, viene del viejo Imperio la práctica de la improvisación melódica sobre acordes fijos, como viene a demostrar el reciente descubrimiento de una partitura en una especie de moneda de madera tallada utilizada para decorar el techo del Castillo de Stirling en Escocia, a comienzos del siglo XVI. Allí, con un código numérico (0, 1 y 11), se indican acordes sobre los que los instrumentistas improvisaban. Una notación similar aparece en partituras encontradas en Gales. Según el Dr Barnaby Brown, especialista de la Royal Scottish Academy of Music and Dance, "este descubrimiento tiene un gran significado potencial en nuestra comprensión de la música instrumental medieval y renacentista –la práctica usualmente no escrita entre la elite de los músicos profesionales de la corte–. Son muy pocas las notaciones que sobreviven de estas dinastías de ejecutantes, precisamente porque formas muy complejas de música instrumental se transmitían oralmente.”
martes, 1 de septiembre de 2009
Lo alto y lo bajo
Se habla –yo lo lo he hecho, sin ir más lejos– de los cruces entre lo alto y lo bajo; de cómo los límites entre la cultura alta y la cultura baja se han vuelto, a partir del siglo XX, frágiles y difícilmente discernibles. Tal vez no sea exactamente así. Es posible que haya cambiado la mirada –o la mirada posible– de la cultura alta sobre la baja y, obviamente, se afincó la idea, muy difícilmente pensable en épocas anteriores, de que existía un saber del pueblo, un folklore, atendible (y convertible en objeto de la cultura alta). En todo caso, la cultura alta admitió en sus filas otras cosas pero no dejó de ser alta. Hay allí, hoy, multitud de objetos cuyo origen está en lo bajo. Pero sea porque recibieron una "estilización" por parte del mundo de lo alto, o, a veces, simplemente porque una mirada suficientemente distante, los lejanizó y los convirtió en algo distinto de lo que eran (la pieza ritual colgada en la pared del museo, la música tribal en los parlantes stereo de nuestra casa), dejó de pertenecer al mundo de lo bajo. Recuerdo –e ignoro, por ahora, si es absolutamente pertinente en este caso– los esfuerzos de algunos intelectuales y artistas, en los 70 y sus remezones, puestos en la argumentación de que lo que el pueblo consumía y disfrutaba no era lo "verdaderamente" popular. Había una "verdadera cumbia", por ejemplo, que nada tenía que ver con la que se bailaba en las villas (todavía no en las fiestas de las Lomas de San Isidro). Más allá de la dificultad de algunos para diferenciar respeto de mimetismo y para admitir que sus gustos son bien distintos de los del anhelado pueblo, aparece allí esa cuestión de la lejanía que parece ser indivisible de la aceptación de lo bajo como posible objeto alto. Una cosa son los pigmeos –o incluso los chiriguano, los mapuche o los mataco– y otra muy diferente los grasas. Una cosa es el canto nupcial de un pueblo perdido y otra el reggaetón. Una película brillante –o por lo menos recordada por mí como brillante– ponía en escena esta cuestión. En El plomero (The Plumber, 1979), uno de los films de Peter Weir realizados todavía en Australia, una antropóloga "progre", que relataba a sus amigos cómo había pasado dos días de pie y tomado unos brebajes asquerosos (ella no los definía de esa manera, claro) junto a un chamán, para recibir cierta clase de conocimiento de un pueblo aborigen, terminaba totalmente sacada por un plomero que se instalaba en su ducha durante días –y que escuchaba música grasa, no música étnica–, hasta el punto de fraguar un robo y denunciarlo a la policía. Supongo que a varios de los que circulamos por el mundo de este blog y disfrutamos con Jarrett, Mozart, Lee Konitz, Schubert, Demare y hasta danzas rituales del Ponto y cantos de marinos balleneros, nos pasaría lo mismo. Y es que toda la cultura de la que aquí se habla es cultura alta. Admite otras cosas que las que admitía en el siglo XIX pero sigue siendo alta. Hay que reconocer, de todas maneras, que, aunque alta, es mucho más accesible (no sé si más deseable) para muchas más personas que hace cien años.