martes, 29 de septiembre de 2009

Marcas en el sonido


















Publicado originalmente en
La Tempestad (México)

Una obra de arte habla de una teoría estética, de lecturas, enciclopedias, escuchas y miradas. Y la vida de un artista –la que importa, la que es distinta de cualquier otra vida– es la que conforman sus teorías estéticas, lecturas, escuchas y miradas. En ese sentido, una obra de arte no podría no ser autobiográfica. Cuando, además, no se trata de una obra sino de la Obra, aquella que pude ser leída como serie, lo que se cuenta es toda una vida. Allí están los Cuartetos de Beethoven o las Sinfonías de Mendelssohn para narrar esos recorridos. Allí están los discos de los Beatles para poner en escena la vida de los Beatles y, en particular, “Penny Lane” y “Strawberry Fields Forever”, esos dos lados de un mismo disco que habían explicado cómo Lennon quería ser McCartney y como McCartney deseaba ser Lennon, convirtiéndose ambos en uno sólo que, tal vez, no satisficiera a ninguno de los dos. Y allí está György Ligeti, uno de los autores más importantes de la segunda mitad del siglo XX –y no sólo de ella–, contando con música cómo amó y odió a Hungria y sus mitos, Bartók entre ellos, cómo leyó a Borges, que miró de Maurits Escher, qué escuchó de las vanguardias del siglo, qué aprendió de la música electrónica y cómo digirió a Brahms y Beethoven, y a Bach, y a Fats Waller y Conlon Nancarrow.
Pero, además, las historias se escriben. Ya se sabe, cuando no hay escritura hay pre-historia. Y la de Ligeti se escribió como ninguna otra en el siglo XX, con tres retrospectivas discográficas realizadas todavía durante su vida. La primera fue realizada por el sello alemán Wergo, a comienzos de la década de 1970, y llegó a incluir parte de sus Estudios para piano. La segunda, con el nombre de Ligeti Edition, fue encarada por Sony y abarcó siete volúmenes, publicados entre 1996 y 1998, más uno con la versión revisada en 1997 de la ópera Le grand macabre, estrenada ese año en el Festival de Salzburgo, grabada en vivo en París en 1998 –en coproducción con ese festival– y publicada en disco en 1999. No era común que se grabaran obras completas de compositores vivos y, mucho menos, que en el mercado hubiera dos versiones de una misma ópera contemporánea. Y aunque Sony decidió no continuar, el afán por seguir contando esa historia subsistió. Esta vez con otro nombre, Ligeti Project, y en el sello Teldec, pero con la misma dedicatoria autógrafa a Vincent Meyer que encabeza los libritos de todos los discos. Los cinco volúmenes editados entre 2001 y 2004 completan el relato con un nivel excepcional de exhaustividad si se piensa en quiénes son los otros que han sido merecedores de ediciones semejantes: Johann Sebastian Bach, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Fréderic Chopin y Johannes Brahms, todos ellos a raíz de algún aniversario redondo del nacimiento o la muerte, utilizado por la industria discográfica como argumento de venta.
Capaz de lograr imágenes sonoras casi estáticas a partir del movimiento extremo, cultor de lo que él mismo denominó “micropolifonía”, icono de la vanguardia instituida en la década del 60 y rechazado por ella unos años después, cuando recuperó la idea de ritmo, insatisfecho, genial y lo suficientemente valiente como para cambiar el rumbo cada vez que le fue necesario, el autor cuya música utilizó Stanley Kubrick –sin permiso– para 2001, Odisea del espacio había nacido en 1923 en la ciudad transilvana de Siebenbörgen, en Rumania. Su padre, un judío húngaro, había muerto en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en Alemania, y su hermano en el de Mauthausen, en Austria. El fue obligado a realizar trabajos para el ejército húngaro en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial y, después de finalizada y hasta 1956, fue profesor de música en el conservatorio de Budapest. “Mi vida, durante la época nazi y el comunismo estuvo llena de riesgos. Creo que eso se refleja en algo de mi obra; ese sentimiento permanece”, aseguró el compositor. Podría trazarse una genealogía del terror en su obra. Sería posible encontrar los rastros, como él señala, de la vida riesgosa, del miedo, de las persecuciones, del temblor, en esos ritmos que parecen sustentarse en una inestabilidad permanente. Resulta más interesante ver, en su obra temprana, una serie de duelos entre fidelidades. Y claro, como en toda historia de la que se sabe el final, leer allí los anticipos de lo que vendría. Hay una serie de obras para coro a capella, escritas después de la Segunda Guerra Mundial y mientras Ligeti vivió en Hungria. Los textos pertenecen, en su mayoría, al folklore, y Ligeti cuenta esas obras de la siguiente manera: “En mi juventud estuve influenciado por Bartók y Kodaly, y por la música folklórica húngara y rumana. Kodaly propició un retorno fuerte a la polifonía vocal en Hungría. Había muchos coros de aficionados y de profesionales cantando tanto música renacentista como obras de nuevos compositores húngaros. Como estudiante, también yo había cantado en grupos pequeños, casi en privado, con mi voz pobre y pequeña, y compuse para estos grupos varias piezas a capella”. Es cierto que allí están sus escuchas de Bartók y Kodaly y la de las escuchas que ellos habían hecho del folklore. Pero allí puede detectarse algo más: una delectación en la polifonía renacentista –y en obras como en el monumental motete "Spem in alium", de Thomas Tallis, escrito para 40 voces diferentes– sin la cual el Concierto de cámara o el Doble Concierto para flauta, oboe y orquesta no hubieran existido.
En 1956, Ligeti escapó a Austria “con un portafolios, un par de partituras y un cepillo de dientes” y luego se incorporó al estudio de música electrónica experimental de la Radio de Colonia, donde, hasta 1959, trabajó muy cerca de los otros grandes nombres de la época: Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen y Luigi Nono. La música electrónica, si bien no compuso más que unas pocas obras y durante un breve período, fue determinante para su estética. De hecho, ciertas maneras de tratar el material sonoro y, sobre todo, de entender el timbre y las densidades como materiales en sí mismos, resultan difíciles de ser imaginadas en alguien que no hubiera tenido la experiencia de trabajar con la electrónica. En composiciones como Atmosphéres, por ejemplo, el timbre es absolutamente esencial a la obra. Ya no se trata de una obra interpretable en algún otro instrumento. Hasta La consagración de la primavera, de Stravinsky, donde la orquesta tiene un alto grado de protagonismo, admitía una versión para piano a cuatro manos, que el propio autor escribió para tocar junto a su hijo, Soulima. La composición de Ligeti, en cambio, no podría sonar con otros instrumentos. Es su sonido; está pensada a partir de él. Pero, además, si hay algo que caracteriza la historia musical de Ligeti es la manera en que esta piensa, cuestiona y reelabora la Historia. En él hay, claramente un pensamiento “histórico”. Su Concierto de cámara lee el Concierto de cámara de Alban Berg pero, a la vez, lee, en la mecanicidad de su tercer movimiento, al Poema sinfónico para 100 metrónomos que había escrito en 1962. Nadie como él –salvo, quizá, Stravinsky– se periodizó a sí mismo de tal manera. Hablando de su Concierto para piano decía, por ejemplo: “Corresponde a mi período tardío, en la segunda mitad de la década de 1980, y es el resultado de un cambio radical en mi manera de escribir. Para ese momento no sólo había abandonado el cromatismo total, que actualmente me parece históricamente superado sino que también había dejado de trabajar con texturas micropolifónicas…Había vuelto a estructuras más transparentes y cristalinas”. Y, para hablar del ritmo, comparaba la relación entre los pixels y la imagen en una pantalla de televisión. “Los pixels aparecen y desaparecen en rápida sucesión, sin moverse; la ilusión de movimiento, en las películas, está creada por elementos que no se mueven sino que brillan y se oscurecen, se muestran y se ocultan alternativamente”.
El lugar que ocupan, en su producción, los Estudios para piano, es en ese sentido, central. Allí aparecen sus nuevas teorías, sus lecturas de la Historia (Debussy, Chopin) y de sus historias (la propia incapacidad pianística, que, según él, guió sus pasos como la dificultad con la perspectiva había encaminado los de Cézanne). Y también sus fascinaciones estéticas por fuera de las discretas fronteras de la música artística de tradición escrita: “La riquísima base de partículas motrices y sonoras en la música de muchas culturas sub saharianas, los ensambles polifónicos tocados por grupos de músicos sobre un xilofón, en Uganda, la República Central Africana, Malavi y otros lugares, al igual que la manera de tocar individualmente la mbira en Zimbawe, Camerún y otras regiones”. Y agregaba: “Dos cosas fueron importantes para mí, la manera de pensar en relación con patrones de movimiento, independientemente de las métricas europeas, y la posibilidad de generar configuraciones rítmico melódicas ilosorias, a partir de la cominación de dos o más voces, de manera análoga a las pespectivas ‘imposibles’ de Escher. También formaron parte de mis fuentes los laberintos de Jorge Luis Borges”. Y los títulos de esos Estudios contaban, también, la vida propia: “Otoño en Varsovia” y, de manera más ambigua –allí está también lo que las obras dicen de sí mismas–, “Desorden”, “Vértigo”, “En suspenso”. Ligeti decía, en 1996, a los 73 años, que esos Estudios eran, “hasta el momento”, quince y que tenía la intención de escribir más. Murió diez años después, el 12 de junio de 2006 y ese conjunto de exquisitas e inquietantes miniaturas para piano sigue siendo el testamento más preciso de quien siempre reescribió –y nunca de manera literal– lo que tenía a su alrededor. En ese legado establece una reconciliación con el ritmo –y con Bartók–, al que las vanguardias del siglo habían dado la espalda. Hay allí una reivindicación de un canon ignorado, donde Fats Waller, mirado –escuchado– a la vez por Nancarrow, y el Africa negra, se encuentran con Chopin que, por otra parte, ya lleva inscripta en sí esa maravillosa tensión entre la medida europea, en la mano izquierda, y el vértigo y el desorden y los inviernos en Varsovia, en la derecha.

1 comentario:

  1. Gracias Diego por este artículo al mas genial de los compositores de la segunda mitad del siglo XX. Para mí, la fuerza de su arte reside en que sus experimentaciones con la "materialidad" del sonido tienen sustancia, peso, digamos que las ideas de Ligeti te golpean contra la pared.
    Y eso lo diferencia de manera bastante evidente de otros compositores contemporaneos.
    Si se busca, los discos de la Sony Edition son hallables en Buenos Aires. El problema aparece con los de Teldec, la serie "The Ligeti Project": no me quedo otra que pedirlos por encargue y me salieron una fortuna (bien invertida, claro está)
    También están muy bien las versiones de Deutsche Grammophone, incluso algunas superiores a Teldec: por ejemplo el caso de "Melodien" y el "Cello Concerto"

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