Ya se ha hablado aquí de criterios de programación. Criterios que, además no son ni universales ni atemporales. En la década de 1950 (y antes, en la época de Mozart, o de Wagner) un concierto se armaba de acuerdo con parámetros que hoy nadie seguiría. Un elemento que, hasta donde se sabe por documentos, tenía una gran importancia en el siglo XIX, era la afinidad entre las tonalidades de las distintas obras incluidas, lo que hace presumir un oído mucho más “tonal” que el actual, al que el paso de Fa Mayor a Do Sostenido Menor, por ejemplo, podía resultarle realmente chocante (podría suponerse que para la mayoría del público actual no sería ni siquiera perceptible). No obstante, en los últimos conciertos de Joshua Bell, Hilary Hahn y el Cuarteto Emerson pudo observarse el cuidado de un cierto “universo tonal”. El Emerson, tocó, en su primera presentación, el segundo
Cuarteto de Ives, sin indicación de tonalidad, el
Cuarteto de Ravel, en Fa Mayor, y el
No.14 “La muerte y la doncella”, de Schubert, en su relativa menor, Re Menor. En la presentación siguiente, el
Op. 74 No. 2, de Haydn, en Fa Mayor, el
No.13 de Shostakovich, en Si Bemol Mayor (cuarto grado de Fa) y el
“Americano” de Dvorak, nuevamente en Fa. Y, en materia de armado de programa, es decir de poner unas obras junto a otras de manera que funcionen como piezas de un todo, y de hacer que unas iluminen a las demás, estoy fascinado con el primer disco de la serie dedicada a las
Sinfonías de Brahms por la Orquesta Revolucionaria y Romántica, con la dirección de John Eliot Gardiner (lamentablemente, en la Argentina, sólo puede comprarse vía Internet ya que fue publicado por el pequeño sello independiente Soli Deo Gloria, en el que Gardiner graba toda su producción actual). En lugar de poner una sinfonía junto a otra, la serie (de la que acaba de salir un segundo volumen) dedica cada entrega a una de ellas en relación con un cierto mundo estético circundante. El disco en el que se incluye la extraordinaria versión de la
Primera –notable por su teatralidad, por la claridad de los planos y, también, por algunas cuestiones espaciales (primeros y segundos violines enfrentados, con violas, cellos y contrabajos en el centro) y tímbricas (los bronces en el último movimiento, los pasajes de las maderas, con flautas verdaderamente de madera)–, comienza con
Begräbnisgesang, Op. 13, una especie de preanuncio del
Requiem Alemán, sigue con la extraordinaria –y admirada por Brahms–
Mitten wir in Leben sind Op. 23, de Mendelssohn, luego se incluye una de las obras más geniales de Brahms, el
Canto del Destino, con texto de Hölderlin –una suerte de comentario posterior al
Requiem Alemán–, y la manera en que la coda de esta obra, en Do Mayor,
desciende al tumultuoso comienzo de la sinfonía, en Do Menor, es parte del relato dramático que la propia sinfonía llevará adelante con maestría.
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