LA ACTUACIÓN DEL CASAMIENTO
Por Stephen King(Traducción: Jorge Fondebrider)
En 1927 estábamos tocando jazz en un tugurio al sur de Morgan, Illinois, a 70 millas de Chicago. Era una zona provinciana de veras, no había ningún otro pueblo en 20 millas a la redonda. Pero había un montón de campesinos con ganas de algo más fuerte que un refresco después de un día caluroso en el campo, y un montón de muchachos con sus mejores galas junto a sus amigos del drugstore. También había algunos hombres casados (te das cuenta enseguida, viejo, porque podrían estar llevando carteles que lo anunciaran) que venían de lejos para estar en un lugar donde nadie los reconociera, mientras le sacaban viruta al piso con sus chicas no-oficiales.
Eso era cuando el jazz era jazz y no ruido. Formábamos una banda de cinco –batería, clarinete, trombón, piano y trompeta– y éramos bastante buenos. Fue tres años antes de que grabásemos nuestros primeros discos y cuatro antes de las películas habladas.
Estábamos tocando “Bamboo Bay” cuando entró un tipo grande, de traje blanco y fumando una pipa que tenía más vueltas que un corno francés. Los de la banda estábamos un poco borrachos, pero el público no lo había notado y todos la estábamos pasando fantástico. No había habido ninguna pelea en toda la noche. Todos sudábamos a mares y Tommy Englander, el dueño del lugar, nos seguía mandando tragos. Trabajar con Englander nos encantaba porque era un buen tipo y a él le gustaba nuestro sonido.
El tipo de traje blanco se sentó en la barra y me olvidé de él. Terminamos la primera parte del acto con “Aunt Hagar's Blues”, que por entonces, en los pueblos, era considerada como una canción movida y que fue muy aplaudida. Mientras ponía en el suelo la trompeta, Manny tenía una gran mueca en la cara y, cuando dejábamos el escenario, le di una palmada en la espalda. Había una chica que parecía estar sola, con un vestido de noche verde, que me había estado echando el ojo toda la noche. Era pelirroja y siempre tuve debilidad por esas. Me hizo un guiño y me cabeceó, así que empecé a abrirme paso entre la muchedumbre hacia ella.
A mitad de camino, el hombre de traje blanco se me plantó adelante. De cerca parecía bastante macizo, tenía pelo negro hirsuto y unos ojos con un extraño brillo mate, como los que tienen algunos peces de las profundidades. Algo en él me resultaba familiar.
–Quiero hablarte afuera, me dijo.
La pelirroja miraba para otro lado. Parecía decepcionada.
–Puede esperar –dije–. Déjeme pasar.
–Mi nombre es Scollay. Mike Scollay.
Conocía el nombre. Mike Scollay era un contrabandista de poca monta de Chicago, que hizo plata pasando alcohol desde Canadá. Su foto había salido un par de veces en los diarios. La última vez fue cuando un jefe de segundo orden había tratado de bajarlo de un tiro.
–Está bastante lejos de Chicago, le dije.
–Traje a algunos amigos. Vamos afuera.
La pelirroja volvió a mirarme. Le señalé a Scollay y me encogí de hombros. Ella resopló y se dio vuelta.
–Me la arruinó, le dije.
–En Chicago hay de esas por centavos –dijo–. Afuera.
Salimos. Sentí en mi piel el aire muy frío, que contrastaba con la atmósfera cerrada y llena de humo del club, y había olor a alfalfa recién cortada. Se veían las estrellas, suaves y titilantes. Los otros mafiosos estaban afuera también, pero no parecían nada suaves y la única cosa que les titilaba era las brasas de sus cigarrillos.
–Tengo plata para ti, dijo Scollay.
–Yo no hice nada por usted.
–Vas a hacerlo. Son doscientos. Divídelos con la banda o guárdate cien.
–¿De qué se trata?"
–Una actuación –dijo–. Se casa mi hermana. Quiero que toques en la fiesta. A ella le gusta el Dixieland. Dos de mis chicos dicen que tocas bien el Dixieland.
Les dije que con Englander se trabajaba bien. Pagaba ochenta a la semana por cuatro horas a la noche y teníamos que dividirlo entre cinco. Este tipo nos ofrecía más del doble por una sola actuación.
–Es de cinco a ocho, el próximo viernes, en el salón de Grover Street, en Chicago, dijo Scollay.
–Es mucho –dije–. ¿Por qué?
"Hay dos razones", dijo Scollay. Aspiró su pipa. Parecía fuera de lugar en esa cara de ladrón. Debería haber tenido un Lucky Strike o un Sweet Caporal colgándole de la boca. La pipa lo hacía parecer triste y gracioso.
–Primero –dijo–, tal vez hayas escuchado que el Griego trató de amasijarme.
–Vi la foto en el diario –dije–. Usted era el tipo que trataba de arrastrarse a la vereda.
–Un tipo vivo –gruñó, pero no con auténtica fuerza–. Estoy creciendo mucho para su gusto. El Griego se está poniendo viejo y todavía sigue sin pensar en grande. El debería volverse a su país, para beber aceite de oliva y mirar el Pacífico.
–Es el Egeo, dije.
–Un océano es un océano –dijo–. De todas formas, el Griego me la quiere dar. En otras palabras, se te paga doscientos porque el último número podría tener que estar arreglado para acompañamiento con rifle Enfield.
La rabia le relampagueó en el rostro, pero había algo más. ¿Tristeza?
–Tengo la mejor protección que se puede comprar con dinero. Si algún gracioso mete la nariz, no va a tener la suerte de husmear otra vez.
–¿Cuál es la otra cosa?
–Mi hermana se casa con un italiano, dijo delicadamente.
–Un buen católico como usted, le dije con sorna.
La rabia volvió a relampaguear en su rostro, con un blanco intenso y pensé que había ido demasiado lejos.
–¡Un buen irlandés!. ¡Yo soy un buen irlandés, hijo, y es mejor que no te olvides de eso! –a lo que agregó, en voz muy baja como para poder oírlo–. Aun habiendo perdido la mayor parte del pelo, lo sigo teniendo rojo.
Comencé a decir algo, pero no me dio la oportunidad de seguir. Me zamarreó y me puso su cara frente a la mía hasta que nuestras narices casi se tocaron. Nunca vi esa ira, humillación, rabia y determinación en el rostro de un hombre. En estos días no se ve eso en la cara de un blanco, la presión entre el amor y el odio que ejerce la raza de un hombre. Pero entonces estaba ahí y esa noche la vi.
–Ella es gorda –suspiró–. Mucha gente se ríe a mis espaldas. Pero no lo hacen cuando estoy mirando. Te diré algo, Señor Tocador de Corneta. Puede ser que este tipito sea todo lo que ella pueda conseguir. Pero tú no te reirás de ella ni nadie más lo hará porque vas a tocar muy fuerte. Nadie se va a reír de mi hermana.
No supe qué decir. No sabía por qué me lo había contado o ni siquiera por qué el había pensado que una banda de Dixieland era su respuesta, pero no quería discutir con él. Ustedes tampoco habrían querido, por más traje ridículo o pipa.
–No nos reímos de la gente cuando tocamos –dije–. Tocar así es demasiado difícil.
Eso alivió la tensión. Se rió, con una risa corta y ladrada.
–Estén ahí a las cinco, listos para tocar. El salón de Grover Street. Les pagaré los gastos del viaje de ida y vuelta.
Me sentí forzado a decidirme, pero ya era demasiado tarde. Scollay se había marchado dando grandes zancadas y uno de sus acompañantes pagos le abría la puerta trasera de una cupé Packard.
Se fueron. Yo me quedé afuera un rato más, mientras fumaba. La noche era suave y linda y Scollay se parecía, cada vez más, a algo que hubiera soñado. Estaba pensando que ojalá hubiésemos podido sacar el escenario afuera, al estacionamiento, y tocar ahí, cuando Biff me tocó el hombro.
–Es la hora, dijo.
–Está bien.
Volvimos a entrar. La pelirroja estaba con un marinero vestido de gris que tenía el doble de edad que ella. No sé qué podía estar haciendo un miembro de la armada norteamericana en el medio de Illinois, pero, por lo que a mí concernía, si ella tenía tan mal gusto, que se la quedara.
No tenía tanto calor. El whisky se me había subido a la cabeza y Scollay parecía mucho más real aquí, donde los vapores de lo que la gente de su tipo vendía, eran lo suficientemente fuertes como para flotar en el aire.
–Nos piden que toquemos “Camptown Races”, dijo Charlie.
–Olvídalo –le dije cortante–. Ahora no.
Pude ver cómo el rostro de Billy-Boy se endurecía cuando se sentaba al piano, y cómo luego volvía a ser afable. Me quise morder la lengua.
–Perdón, Billy –le dije–, esta noche me estuve sintiendo raro.
"Claro", dijo, pero no hubo una gran sonrisa y supe que se sentía mal. Ya sabía lo que yo había empezado a decir.
Cuando llegó nuestro siguiente descanso, les conté sobre la actuación, siendo claro con ellos sobre el dinero y sobre Scollay (aunque no les dije que había otro que lo andaba buscando). También les dije que la hermana de Scollay era gorda, pero que nadie debía siquiera insinuar una sonrisa a ese respecto. Les dije que Scollay era muy susceptible.
Me pareció que Billy-Boy Williams volvía a titubear, pero por su cara no se podría asegurar. Era más fácil saber lo que pensaba una nuez por las arrugas de su cáscara que interpretar la cara de Billy-Boy. Era el mejor pianista de ragtime que hubiésemos tenido y a todos nos dolían los malos modos que tenían con él cuando salíamos de gira: el micro para negros al sur de la línea Mason-Dixon, el palco en los cines, cuartos distintos en los hoteles. ¿Pero que podía hacer yo? En esos días uno tenía que convivir con esas diferencias.
El viernes, a las cuatro en punto, fuimos a Grover Street para asegurarnos de que íbamos a tener tiempo suficiente como para preparar los instrumentos. Nos fuimos de Morgan en un camión Ford que Biff, Manny y yo habíamos acondicionado juntos. La parte de atrás estaba totalmente cerrada y había dos bancos fijados al piso. Teníamos incluso un calentador eléctrico al que se le habían acabado las baterías, y el nombre de la banda estaba pintado en la parte de afuera.
El día era perfecto, un día templado de verano, en caso de que alguna vez hayan visto uno, con unas pequeñas nubes color blanco de ángel flotando sobre los campos. Pero en Chicago hacía un calor persistente y estaban los empujones y el bullicio que uno suele olvidar en un lugar como Morgan. Para cuando llegamos, tenía la ropa pegada al cuerpo y necesitaba visitar el baño. También me habría venido bien un trago del whiskey de Tommy Englander.
El salón era un gran edificio de madera, supongo que asociado de alguna manera a la iglesia en la que la hermana de Scollay se iba a casar. Ustedes saben el tipo de cosa a la que me refiero: los martes y jueves, la Sociedad de Damas Robert Browning; los miércoles, Bingo; y los viernes y sábados a la noche, actividades para los jóvenes.
Comenzamos a bajar las cosas en tropel, cada uno de nosotros cargando en una mano su instrumento y en la otra alguna parte de la batería de Biff. Una señora delgada, sin delantera digna de mención, dirigía el tráfico adentro. Dos hombres sudorosos colgaban papel crepé. Había una tarima en el frente del salón, y encima habían colgado un par de campanas de papel rosa con letras doradas que decían: QUE SEAN FELICES MAUREEN Y RICO.
Maureen y Rico. Ahora si que podía entender por qué Scollay estaba tan molesto. Maureen y Rico, ¡qué combinación!.
La mujer flaca nos vio y se precipitó hacia donde estábamos. Ella parecía tener mucho que decir, así que decidí atacar primero.
–Somos la banda, dije.
–¿La banda? –miró nuestros instrumentos, desconfiada–. Oh. Tenía la esperanza de que fueran los de la confitería.
Sonreí, como si el personal de confitería siempre llevara redoblantes y estuches para trombón.
"Pueden...", comenzó, pero entonces se apareció un muchacho de aspecto recio, de unos 19 años. Del costado izquierdo de su boca le colgaba un cigarrillo, pero, por lo que pude ver, eso no contribuía en nada a su imagen, a excepción de hacerle lagrimear el ojo izquierdo.
-Abran esas cosas, dijo.
Charlie y Biff me miraron y yo me encogí de hombros. Abrimos nuestros estuches y miró los instrumentos. No habiendo encontrado nada que le pareciera letal, volvió a su rincón y se sentó en su silla plegadiza.
–Pueden preparar sus cosas –siguió ella, como si no hubiera habido interrupción alguna–. Hay un piano en el otro salón. Haré que mis hombres lo traigan cuando hayamos terminado con la decoración.
Biff ya estaba arrastrando su batería al pequeño escenario.
–Pensé que eran los de la confitería –me dijo distraída–. El señor Scollay ordenó una torta de bodas y entradas y carne asada y...
–Ya van a venir, señora –le dije–. Les pagan por la entrega a domicilio
–... capones y lechón asado y el señor Scollay se va a poner furioso si...
Vio a uno de sus hombres que paraba para prender un cigarrillo justo debajo de un bandera colgante y gritó "¡HENRY!". El hombre dio un salto, como si le hubieran pegado un tiro y yo aproveché para escaparme hacia el escenario.
Estuvimos listos alrededor de las cinco menos cuarto. Charlie, el trombonista, practicaba con la sordina y Biff se aflojaba las muñecas. Los de la confitería llegaron a la 4:20 y la Señora Gibson (ese era su nombre y esos asuntos eran su negocio) casi se les tiró encima.
Habían instalado cuatro mesas largas, cubiertas con manteles blancos, y cuatro mujeres negras, con cofias y delantales, estaban poniendo la mesa. Habían llevado la torta al centro del salón para que todos pudieran sorprenderse ante ella. Tenía seis pisos y una novia y un novio arriba.
Salí para fumar y, justo a mitad de camino, los oí venir, a los bocinazos y armando un alboroto generalizado. Cuando vi que el vehículo que los encabezaba doblaba la esquina de la cuadra anterior a la de la iglesia, terminé de fumar y volví a entrar.
–Ahí vienen, le dije a la señora Gibson.
Se puso blanca como un papel. La mujer tendría que haber elegido otra profesión. "¡El jugo de tomate!", gritó. "¡Traigan el jugo de tomate!"
Me dirigí hacia el escenario y nos preparamos. Ya habíamos tenido antes algunas actuaciones como ésa –¿qué banda no lo hizo?–, y, cuando se abrieron las puertas, comenzamos con una versión de la marcha nupcial en tiempo de rag, un arreglo que yo mismo había hecho. En la mayoría de los casamientos en los que habíamos tocado había gustado.
Todos aplaudieron y gritaron, y luego comenzaron a parlotear entre ellos, pero pude adivinar, por la forma en que algunos golpeaban el suelo con los pies, que nos iba a ser fácil. La actuación iba a ser buena.
Sin embargo, tengo que admitir que casi arruiné todo el número cuando entraron el novio y la ruborizada novia. Scollay, vestido con levita, una camisa con volados y pantalones de rayas, me lanzó una mirada dura y no piensen que no lo noté. El resto de la banda mantuvo también su cara de póker y no nos equivocamos en ninguna nota. Tuvimos suerte. El público de la fiesta, que parecía estar compuesto casi exclusivamente por los matones de Scollay y sus compañeras, también fue discreto. Tenían que serlo, si habían estado antes en la Iglesia. Pero se podría decir que sólo escuché tímidos rumores.
Probablemente ustedes ya oyeron hablar de Jack Sprat y de su esposa. Bueno, esto era cien veces peor. La hermana de Scollay era pelirroja. Tenía el mismo pelo que Scollay estaba perdiendo, y lo tenía largo y ensortijado. Pero no era ese lindo castaño rojizo que quizás ustedes estén imaginando. Era brillante como una zanahoria y tan ensortijado como un resorte de colchón. La chica se veía sencillamente horrible. ¿Scollay me había dicho que era gorda? Hermano, eso era como decir que en Macy's uno puede comprar algunas cositas. La mujer era un dinosaurio: por lo menos debía pesar unas 350 libras. Se le había ido todo a la pechuga, a las caderas y a los muslos, como les pasa a las chicas gordas, haciendo que su carne fuera grotesca y espeluznante. Algunas chicas gordas tienen unas caras patéticamente lindas, pero la hermana de Scollay ni siquiera tenía eso. Sus ojos estaban demasiado juntos, la boca era muy grande y las orejas se le asomaban por entre el cabello. Aunque hubiera sido flaca, habría sido tan fea como una serpiente en un jardín.
Ahora bien, esto sólo no hubiera hecho reír a nadie, a menos que se tratara de un estúpido o de un mal bicho. Pero cuando se le sumaba al novio, Rico, entonces sí, la combinación te hacía reír hasta las lágrimas.
El tipo podría haberse puesto una galera y aún así abarcar sólo la parte superior de la sombra de ella. Media unos cinco pies y pesaba unas 90 libras. Era delgado como una vía de ferrocarril y su piel tenía un color aceituna oscuro. Cuando le hacía sonrisas nerviosas a todo el mundo, sus dientes se parecían a un cerco de maderas blancas en un barrio oscuro.
Nosotros seguíamos tocando.
–¡Que la novia y el novio sean felices para siempre!, rugió Scollay.
Todos gritaron en señal de aprobación y aplaudieron. Terminamos nuestro número con una fioritura y eso trajo otra ronda. Maureen, la hermana de Scollay, sonrió nerviosamente. Rico mostró los dientes como un bobo.
Por un rato, todos deambularon, comiendo queso y canapés y tomando el mejor escocés que Scollay contrabandeaba. Entre los distintos números, me tomé tres medidas y era muy suave.
Scollay también empezaba a parecer un poco más contento. Me imagino que estaba probando su propia mercancía con bastante libertad.
En un momento, pasó cerca del escenario y dijo: "Tocan bastante bien muchachos". Viniendo de un melómano como él, supuse que se trataba de un verdadero cumplido.
Un poco antes de que todos se sentaran a comer, se acercó la misma Maureen. De cerca parecía todavía más fea. Su vestido blanco (debía haber suficiente raso blanco como para cubrir tres camas) no la ayudaba. Nos preguntó si podíamos tocar “Roses of Picardy” como Red Nichols y sus Five Pennies, porque era su canción favorita. Gorda y fea, o no, fue muy delicada al pedirnos eso, sin una pizca del atolondramiento que tenían algunos de los ordinarios que ya se nos habían acercado. La tocamos, pero no muy bien. A pesar de eso, nos sonrió dulcemente, lo que parecía suficiente como para hacerla linda, y aplaudió cuando terminamos.
Alrededor de las 6:15, se sentaron a comer y los ayudantes contratados por la Señora Gibson trajeron la comida. Se abalanzaron sobre la comida como una piara, lo que no era del todo sorprendente, y estuvieron bebiendo todo el tiempo. No pude dejar de notar, sin embargo, la forma en que Maureen comía. Al lado de ella, los demás parecían ancianitas en un salón de té. Ya no tenía más tiempo para sonrisas delicadas o para escuchar “Roses of Picardy”. Esa mujer no necesitaba ni cuchillo ni tenedor. Necesitaba una pala mecánica. Verla era triste. Y Rico (uno podía ver asomar su mejilla por encima del borde de la mesa donde se habían sentado los invitados de la novia) seguía pasándole cosas, sin cambiar su estúpida sonrisa nerviosa.
Mientras se hacía la ceremonia de cortar la torta, tuvimos un descanso de veinte minutos, y la mismísima señora Gibson nos dio de comer en la parte posterior del salón. Hacía calor, ya que llegaban las oleadas calientes de la cocina encendida y ninguno de nosotros tenía demasiada hambre. Sin embargo, Manny y Biff habían traído unas cajas con panecillos y las rellenaban con tajadas de carne y lechón asado cada vez que la señora Gibson se daba vuelta.
Para cuando volvimos al escenario, habían comenzado a tomar de veras. Tipos de mirada ruda, se tambaleaban por ahí, con muecas ridículas dirigidas hacia sus copas o se paraban en los rincones, discutiendo las informaciones sobre las carreras de caballos. Algunas parejas querían bailar charleston, así que tocamos "Aunt Hagar's Blues" (esos matones se lo aguantaron) y "I'm Gonna Charleston Back to Charleston", y otros números que sonaban a jazz de ese tipo. Las muñecas daban vueltas por el salón, haciendo brillar sus medias y sonaban tan estridentes como loros. Afuera ya estaba completamente oscuro, y las mariposas de noche y las polillas habían entrado por las ventanas abiertas, revoloteando alrededor de las luces. Y como dice la canción, la banda siguió tocando. La novia y el novio se pararon en los costados –ninguno de los dos parecía interesado en escaparse temprano–, casi completamente olvidados. Scollay mismo parecía haberse olvidado de ellos. Estaba bastante borracho.
Eran cerca de las ocho cuando el tipito se deslizó al salón. Lo vi inmediatamente porque estaba sobrio y mejor vestido que el resto de los invitados. Y parecía asustado. Parecía un gato corto de vista en una perrera. Caminó hacia Scollay, que estaba hablando con una mujerzuela cerca del escenario y le tocó el hombro. Scollay se dio vuelta y pude escuchar cada palabra que se dijeron.
–¿Quién mierda eres?, preguntó Scollay rudamente.
–Me llamo Katzenos –dijo el tipo y sus ojos se pusieron en blanco–; me manda el Griego.
La animación se acabó por completo. Pero pueden apostar que nosotros seguimos tocando. Los botones de los sacos estaban desabrochados y las manos habían quedado fuera de la vista. Vi que Manny se había puesto nervioso. Mierda, yo tampoco estaba tranquilo.
–¿Ah, si?, dijo Scollay ominosamente.
–Yo no quería venir señor Scollay –estalló el tipo–, pero el Griego tiene a mi mujer. ¡El dice que la va a matar si no le doy un mensaje!
–¿Que mensaje?, le preguntó Scollay. Su cara parecía una nube de tormenta.
–Dice que... –el tipo paró con una expresión agónica. Su garganta trabajaba como si las palabras tuvieran entidad física y se le hubieran atravesado ahí–. Dice que le diga que su hermana es una gorda chancha. Dice... él dice... –sus ojos se movieron nerviosos al ver la expresión de Scollay. Miré a Maureen. Parecía como si alguien le hubiera pegado una cachetada–. El dice que ella está cansada de acostarse sola. El dice que usted le compró un marido.
Maureen lanzó un grito ahogado y salió corriendo, cubierta en lágrimas. Todos se conmocionaron. Rico corrió detrás de ella, su cara parecía perpleja e infeliz.
Pero era Scollay el que daba miedo. Su rostro se había puesto tan rojo que ya era púrpura y yo esperaba que el cerebro se le saliera por las orejas. Vi la misma expresión de agonía rabiosa. Tal vez era un mafioso de poca monta, pero sentí pena por él. Ustedes también la hubieran sentido.
Cuando habló, su voz sonaba muy calmada.
–¿Hay algo más?
El pequeño griego retorció sus manos con angustia.
–Por favor, no me mate señor Scollay. ¡Mi esposa, el Griego tiene a mi esposa! Yo no quería decirle estas cosas. ¡El tiene a mi esposa, a mi mujer!. El...
–No te voy a hacer nada –dijo Scollay, aun más calmado– Dime el resto.
–El dice que toda la ciudad se ríe de usted.
Por un segundo, hubo un silencio de muerte. Habíamos dejado de tocar. Entonces Scollay miró hacia el techo. Sus dos manos estaban temblando y las tenía apretadas enfrente de él. Apretaba tan fuerte sus puños que se le marcaban los tendones a lo largo de todo el brazo.
–¡Muy bien! – gritó– ¡MUY BIEN!
Y salió corriendo por la puerta. Dos de sus hombres trataron de pararlo, trataron de decirle que era un suicidio, que era lo que el Griego quería, pero Scollay estaba loco. Los golpeó y salió corriendo hacia la negra noche de verano.
En la calma muerta que siguió, lo único que pude oír fue la respiración torturada del hombrecito y en alguna parte, atrás, los suaves sollozos de la novia gorda.
Entonces, el muchacho que nos había registrado cuando llegamos, profirió una maldición y fue hacia la puerta.
Antes de que pudiera llegar, se escuchó el chirrido en el pavimento de las ruedas de un automóvil hacia el final de la cuadra y el rugido de un motor de auto.
–¡Es él! –gritó el muchacho desde la puerta– ¡Agáchese, jefe! ¡Agáchese!
Escuchamos disparos, quizás unos diez, de distintos calibres, muy cercanos. El auto huyó bramando. Pude ver todo lo que quería ver reflejado en el rostro horrorizado del chico.
Ahora que el peligro había pasado, todos los matones salieron corriendo. La puerta del fondo se abrió con estrépito y Maureen salió corriendo a través de ella, balanceando todo en su carrera. Su cara estaba aún más hinchada, ya no sólo por el sobrepeso, sino por las lágrimas. Rico siguió tras de ella como un valet perplejo. Todos salieron por la puerta.
La señora Gibson apareció en el salón vacío, con los ojos abiertos de par en par. El hombre que le había traído el mensaje a Scollay se había evaporado.
–¿Qué pasó?, preguntó la señora Gibson.
–Creo que borraron al Señor Scollay, dijo Biff. Estaba verde.
La señora Gibson lo miró por un momento y cayó desmayada. Yo también tenía ganas de desmayarme.
Entonces, desde afuera, se escuchó el grito más angustioso que jamás haya escuchado alguna vez. No tienen que esforzarse para saber a quién se le partió el corazón en esa calle, lamentándose sobre su hermano muerto, mientras los policías y los periodistas estaban ya en camino.
–Vámonos de aquí –murmuré–. Rápido.
Empacamos todo antes de que pasaran cinco minutos. Algunos de los matones volvieron, pero estaban demasiado borrachos o demasiado atemorizados como para darse cuenta de que nosotros aún estábamos allí.
Salimos por la parte de atrás, cada uno de nosotros cargando una parte de la batería de Biff. Debíamos parecer un raro desfile para cualquiera que nos viera caminando por la calle. Yo lideraba la marcha, con mi estuche bajo el brazo y un platillo en cada mano. Cuando llegamos al camión, tiramos todo adentro, así como venía, y sacamos nuestros traseros de ahí. Volviendo a Morgan, hicimos un promedio de 45 millas por hora, sin importar si era una ruta o un camino secundario, y los matones de Scollay ni nos deben haber mencionado a la policía, porque nunca más supimos de ellos.
Tampoco cobramos nuestros doscientos dólares.
Ella vino al club de Tommy Englander unos diez días después, una chica gorda vestida de luto. No lucía mejor que con el raso blanco.
Englander debía saber quién era (su foto había salido en los diarios de Chicago, al lado de la de Scollay), porque él mismo la llevó hasta una mesa y llamó a silencio a un par de borrachos que se habían tentado.
Sentí pena por ella, como a veces siento pena por Billy-Boy. Es duro ser discriminado. Y, por lo poco que yo había hablado con ella, parecía ser muy delicada.
Cuando hicimos un descanso, fui a verla.
–Lamento lo de su hermano –dije sintiéndome raro y avergonzado–. Sé que él realmente la quería.
–Yo misma debí haber disparado esos tiros –dijo. Se miraba las manos que eran su mejor rasgo, pequeñas y bien formadas. Tenía dedos de músico–. Todo lo que dijo el hombrecito era verdad.
–No es cierto –dije incómodo, sin saber si era cierto o no. Me lamenté de haberme acercado a ella porque hablaba de manera muy extraña. Como si estuviera sola y loca.
–Sin embargo, no me voy a divorciar de él –siguió–. Primero me mato.
–No hable así, le dije.
–¿Nunca quiso matarse? –me preguntó, mirándome de manera apasionada–.¿No se siente así cuando la gente lo usa y luego se ríe de usted? ¿Sabe cómo se siente una cuando come y come y se odia a sí misma, y entonces come más? ¿Sabe cómo se siente una cuando matan al propio hermano porque una es gorda?
La gente se dio vuelta para mirarnos y los borrachos volvieron a tentarse.
–Lo siento, susurró ella.
Yo quería hablarle, para decirle que también lo lamentaba. Quería decirle algo que la hiciera sentir mejor pero no sabía qué.
Entonces sólo dije: "Tengo que irme. La próxima entrada".
–Claro –dijo suavemente–. Vaya, vaya. O comenzarán a reírse de usted. Pero yo vine para... ¿Podría tocar "Roses of Picardy"? Me gustó cómo la tocaron en la fiesta. ¿Puede ser?
–Claro –dije–. Me encantaría.
Y lo hicimos. Pero ella se fue a mitad del tema. Y como era muy sentimental para un lugar como el de Englander, la enganchamos con una versión en tiempo de rag de "The Varsity Drag", que siempre los deshacía. Bebí mucho durante el resto de la noche y, para el momento en que cerraron, me había olvidado de casi todo.
Al salir, se me ocurrió que tendría que haberle dicho que la vida sigue. Eso es lo que uno dice cuando la persona querida de alguien se muere. Pero pensándolo, fue una suerte que no lo hice. Tal vez era eso lo que ella temía.
Por supuesto, hoy todos conocen a Maureen Romano y su marido Rico, que la sobrevivió a expensas del erario público en la Penitenciaría Estatal de Illinois. Todos saben cómo ella copó la organización de mala muerte de Scollay y la hizo crecer, convirtiéndola en un imperio de la Ley Seca que rivalizó con el de Capone. Cómo borró al Griego y a los otros dos líderes de pandillas del lado Norte, tragándose sus operaciones. Rico, su valet perplejo, se convirtió en su primer lugarteniente y él mismo fue responsable de una docena de golpes pandilleros.
Seguí sus hazañas desde la costa Oeste, donde estábamos haciendo unas grabaciones bastante exitosas. Aunque sin Billy-Boy: el formó su propia banda, luego de que nos fuimos de lo de Englander, una banda de Dixieland conformada por negros y les fue muy bien en el Sur. Estaba bien. Muchos lugares ni siquiera nos hubieran permitido tener una audición con un negro en el grupo.
Pero les estaba contando sobre Maureen. Ella siempre era noticia, no sólo por su perspicacia, sino porque era una gran operadora, en muchas formas. Cuando murió de un ataque cardíaco, en 1933, los diarios decían que pesaba 500 libras, pero yo lo dudo. Nadie llega a pesar eso, ¿no?
De cualquier forma, su funeral estuvo en todos los titulares, más de lo que cualquiera puede decir de Scollay, que nunca tuvo un lugar en los periódicos antes de la página 4 a lo largo de toda su miserable carrera. Se necesitaron diez personas para cargar el ataúd. Había una foto de ese ataúd en uno de los periódicos. Era una cosa horrible.
Rico no era tan brillante para encaminar las cosas por sí mismo y cayó asesinado al año siguiente.
Nunca me la pude sacar de la cabeza o la forma agonizante y vil en que Scollay me miró esa primera noche que me habló de ella.
Todo es muy extraño. Retrospectivamente, no puedo sentir pena por ella. La gente gorda siempre puede parar de comer. Los pobres tipos como Billy-Boy Williams sólo pueden parar de respirar. Sigo sin ver de qué manera podría haber ayudado a cualquiera de los dos, pero me sigo sintiendo mal, entonces y ahora. Probablemente, porque no soy tan joven como alguna vez fui. Eso es todo lo que hay, ¿no?