Publicado originalmente en
Revista Clásica (septiembre de 1999).
El azarLa voz de Annie, su segunda hija, anuncia en el contestador automático que se trata de “lo de Marthita”. El teléfono rara vez es respondido. Llamados que aseguran cuestiones personales e impostergables, agentes que ruegan la aceptación de fechas de conciertos, periodistas que solicitan entrevistas. Una suerte de muro invisible rodea a “Marthita”. Sin embargo, para los que conocen su casa en el sur de Bruselas, las puertas están abiertas. Pianistas jóvenes rusos, japoneses, cubanos o argentinos, amigos o amigos de los amigos, viven allí –o casi–. A la hora de la cena se reúne una multitud alrededor de la mesa repleta de ensaladas, sushi o un auténtico pastel de papas criollo. Y todo puede terminar con una babélica sesión de “charade”. Cada equipo piensa una palabra -mezclando el francés, el español, el ruso y el inglés- y el otro debe representarla con mímica. Martha Argerich, siempre recostada más que sentada, siempre descalza, sugiere la primera palabra: “antimusical”.
En Bruselas, propios y extraños adoran el
mannekin pis, literalmente un muñequito de bronce que orina en una fuente y al que visten con casaca y sombrero diferentes cada semana. Cerca de allí, en la Grand Place, se ofrece una postal perfecta de la cultura europea del fin del siglo XX: dos músicos iraníes, vestidos de mexicanos, tocan tangos con violín y acordeón. La coincidencia aproximada entre una de las predicciones apocalípticas de Nostradamus y la fecha del eclipse total de sol –11 de agosto–, hace que belgas y franceses, como los galos de la aldea de Asterix, teman más que nunca que el cielo –o una estación espacial– caiga sobre sus cabezas. Martha Argerich sabe que, por las dudas, ese día no saldrá de su casa. No puede definir con precisión, en cambio, por qué vive en esa ciudad. “No la elegí. Fue por azar. Vivía en Ginebra, mi madre acababa de morir en París, estaba destrozada y vine a pasar unos días con unos amigos. Ellos intentaban convencerme de que comprara la casa de al lado y yo había prometido pensarlo. Cuando me llevaban al aeropuerto, tuvimos un accidente, perdí el avión y compré la casa vecina”.
Esa casa es el centro de operaciones al que vuelve después de cada actuación en cualquier parte del mundo. La muerte de su madre, como lo había sido su vida, fue determinante. Tal vez porque esa mujer fue quien le “consiguió los mejores maestros” y la que siempre la ayudó a sobrellevar las dudas frente a su carrera musical. Quizá porque con ella, simplemente, era con quien más hablaba.
Con su padre, que acaba de cumplir 90 años, la relación es hoy “lejana, pero muy calurosa cuando lo veo; me encanta”. Tuvo, cuenta, “mucha cercanía cuando era muy chiquita; en esa época era una relación bastante perfecta”. Pero el origen de todo, o, por lo menos, de que una de las más grandes pianistas de la historia haya llegado a serlo, fue un desafío. Marthita tenía dos años (“era muy precoz, hablaba hasta por los codos”) y un amigo mayor, que ya tenía más de cinco, la molestaba diciéndole lo que ella no podía hacer y él sí. Un día, el amigo aseguró que Martha no podía tocar el piano, porque era demasiado chiquita. Y ella fue hasta el piano del jardín de infantes y, con un dedo, tocó las canciones que cantaba la maestra. La maestra llamó a los padres. Los padres le compraron un instrumento y la llevaron a estudiar. “Eso de responder a desafíos –cuenta ahora, repantigada en un sillón– tiene su lado bueno y su lado malo. Porque sigo haciéndolo. De una manera mucho más maquillada pero sigo siendo así y, muchas veces, me obligo a aguantar y a sufrir cosas terribles con el único argumento de que puedo hacerlo. ¿Y cuál es el sentido? ¿Para qué hay que tolerar lo que nos hace mal?”
MaestrosLa única intérprete capaz de imponerle condiciones al mercado, la que grabó siempre lo que quiso, cuando quiso y en el sello discográfico en el que quiso, la que no actúa cuando no tiene ganas de hacerlo, la pianista famosa por su temperamento y por la fuerza de sus interpretaciones, transmite fragilidad. Su voz pequeña, que muchas veces se convierte en susurro, los mohínes tímidos, contrastan con la explosión de sus carcajadas y con la actitud de su cuerpo cuando se sienta frente al teclado. El tono con el que habla, con un acento indefinible en el que se pierden las consonantes, se asemeja al de la confesión íntima, aunque hable de cosas tan públicas como la cancelación de un concierto (“es que no puedo vivir así, no me dejan descansar”) o de su fascinación por el fraseo de Friedrich Gulda cuando lo escuchó por primera vez (“lo que me encantó era que tenía un rigor rítmico extraordinario”). También, claro, cuando vuelve a hablar de su madre: “Ella me sacó de mi crisis cuando había dejado de tocar, en la época en que fui a Estados Unidos y estaba esperando a mi primera hija. Mamá quería que me presentara al concurso de Bruselas y yo me di cuenta de que no podía. No me presenté. Recuerdo que esa noche pensé ‘bueno, fui una pianista pero no lo soy más. Ahora tengo una hija, conozco algunos idiomas y puedo conseguir trabajo como secretaria’. Y a mi mamá se le ocurrió llamar al señor Stephan Askenaze para quien yo había tocado en Argentina, cuando era chiquita. Y fueron ellos, él y su mujer, Annie (que por ella se llama así mi hija) los que me hicieron volver a tocar. Porque yo había dejado casi completamente. Había estado un año y medio con Benedetti Michelangeli y no había pasado nada. Ellos me dieron un poco de seguridad. Fue en el mes de mayo y en septiembre, creo, ya toqué un concierto. Me sacaron a flote pero fue, como siempre, una idea de mi madre”.
En Argentina, sus profesores habían sido Ernestina Kusrow, famosa porque enseñaba a los niños a tocar de oído, y el tan célebre como temible Vicente Scaramuzza, capaz de hacer cambiar todas las digitaciones de una obra minutos antes de un concierto. Pero ella reconoció siempre como su guía principal a Gulda, con quien estudió en el Conservatorio de Viena. Y lo reconoció en un momento en que hacerlo era poco menos que subversivo.
Ese pianista que no anunciaba los programas de sus conciertos, que tocaba lo que decidía en el momento y que alternaba sonatas de Beethoven con obras propias, inspiradas en el jazz, no era lo que el establishment de la música clásica hubiera podido considerar un buen modelo para una niña prodigio. “El era un revolucionario, pero eso a mí me iba muy bien. A mí me atraían, además, los pianistas que, como él, hacían repertorio clásico. Es extraño porque, aparentemente, después me volqué del otro lado, más hacia los románticos”. La técnica de enseñanza y la instrumental, por otra parte, según Martha Argerich no tienen nada que ver una con la otra. “Scaramuzza nunca tocaba el piano. Nunca tocó ni una nota. Nunca”, se acerca a la indignación. “En primer lugar, Gulda era un músico extraordinario. Lograba una máxima expresión sin hacer ningún cambio de tempo, ni siquiera entre primer y segundo tema. El era tan inmaculado y, al mismo tiempo, tenía un sonido tan especial. No tenía nada que ver con lo que me decía Scaramuzza, que siempre hablaba del ‘canto’, de la ‘expresión’. Esta cuestión rítmica me fascinó totalmente en Gulda. Además, Scaramuzza ponía el énfasis en el sonido redondo y Gulda a veces lograba un sonido que podía, incluso, ser desagradable para la gente. Y eso me encantaba”. Cuando Martha Argerich dice ciertas cosas (“me fascinó”, “me encantaba”), alarga las palabras en un silbido, las pronuncia casi en secreto, y se sonríe. Mientras, con la misma pasión, come helado de dulce de leche, mango y chocolate belga.
El General y la niñaArgerich recuerda: “tenía un poco más de 12 años, había tocado en el Colón y Perón me había dado una cita en la residencia presidencial. Mamá preguntó si podía acompañarme y le dijeron que sí, por supuesto. Yo no era muy peronista; me acuerdo que siempre estaba pegando por todos lados papelitos que decían ‘Balbín-Frondizi’. El nos recibió y me preguntó ‘¿Y adónde querés ir, ñatita?’ Y yo quería ir a Viena, para estudiar con Gulda. A él le gustó que no quisiera ir a Estados Unidos. Lo más cómico fue que mi mamá, para congraciarse, le dijo que a mí me encantaría tocar un concierto en la UES. Y parece que yo debo haber puesto una cara bastante reveladora de que la idea no me gustaba porque Perón le empezó a seguir la corriente a mamá, diciéndole ‘por supuesto señora, vamos a organizarlo’, mientras me guiñaba un ojo y, por debajo de la mesa, me hacía con un dedo que no. El la estaba cargando a mamá y a mí me tranquilizaba. Se dio cuenta de que yo no quería. Fantástico, ¿no? Y le dio un trabajo a mi papá. Lo nombró Agregado Económico en Viena. Y a mamá le dijo que le parecía que ella también era muy inteligente, emprendedora y capaz y le consiguió otro puesto en la Embajada”.
La política, en realidad, ya había tenido que ver bastante antes con el destino de la familia Argerich. “Papá y mamá se conocieron en la Facultad de Ciencias Económicas –cuenta Martha–. Ella era 11 años menor y era una de las tres o cuatro mujeres que estudiaban allí. Papá era presidente de su partido, el Radical, y mamá era la presidenta del suyo, el Socialista. Y así se encontraron y empezaron a pelearse y se enamoraron. Supongo que en el fondo, aunque mamá no era tan crítica con el peronismo como papá, porque estaba de acuerdo con algunas de las cosas que había hecho Perón, como la jubilación, el voto femenino o que los trabajadores del campo fueran tratados con mayor dignidad, a ninguno de los dos le hizo mucha gracia que yo pudiera ir a estudiar y que ellos consiguieran trabajo en el exterior gracias a Perón”.
Los primeros años en Europa fueron los de los premios en Bolzano (que había sido declarado desierto durante siete años consecutivos) y enseguida el de Ginebra. En 1965 fue Varsovia, donde se impuso nada menos que a la candidata polaca. Y su vuelta a esa ciudad, pocos meses después, cuando el público la despidió cantándole durante treinta minutos el “Slata Lat” (“que viva cien años”) que hasta ese momento sólo había merecido Artur Rubinstein. Ella tenía 24 años.
VolverMartha Argerich que, según un dossier acerca de los pianistas más grandes del siglo publicado por la revista francesa
Diapason, es la única posible equivalente actual de Clara Schumann, suele grabar en disco varias veces las mismas obras. No se trata, sin embargo, de algo demasiado meditado: “En la práctica, cada vez que toco algo lo hago de manera diferente a la anterior. Cuando vuelvo a retomar una obra, siempre veo cosas distintas. No es sólo cuando grabo sino también en los conciertos. Siempre busco otras cosas y sigo buscando hasta último momento. Rara vez escucho mis grabaciones viejas. Cuando tengo que volver a estudiar una obra que ya está registrada en disco, entonces sí. Los únicos discos propios que escucho son los de música de cámara, porque me gustan mucho. Sobre todo el disco con la
Sonata de Bartók que hice con Gidon Kremer, que me encanta y lo pongo todo el tiempo. Pero, en realidad, no me reconozco en las grabaciones. Una vez un amigo me puso los
Preludios de Chopin diciéndome que era Pollini. Yo lo escuché y dije: ‘qué bien que está tocado, me gusta mucho’. Y era yo. No me había dado cuenta.Una de las cosas interesantes desde el punto de vista pedagógico que hacía Gulda era tratar de desarrollar la escucha de uno mismo. Teníamos que oir juntos lo que había hecho y yo tenía que criticarme. Y después, claro, corregir. Cuando uno toca y después, cuando lo oye, la percepción es totalmente distinta. “
Uno de los motivos por los que Argerich viene a Buenos Aires es “dar apoyo a este concurso (
el Concurso Martha Argerich, que se realizó gracias a la gestión de Cucucha Castro) y ayudar a los pianistas jóvenes. Las cosas no son iguales que cuando yo empecé. Hacer una carrera como intérprete, en este momento, es sumamente difícil. Y hay otros cambios que quizá no sean demasiado importantes pero que hay que tener en cuenta. Hay un problema muy actual, que yo he notado en los concursos, y es el tema de la memoria. Cuando era chica, pensábamos que eso era algo que pasaba con la edad, como le sucedía a Alfred Cortot, por ejemplo. Pero ahora se están viendo muchos chicos jóvenes con problemas en ese sentido. Tal vez sea, como me dijo una vez Alexis Weissenberg, por la televisión. Puede ser que los jóvenes no estén acostumbrados a fijar su atención visual durante mucho tiempo en una sola cosa. De todas maneras no es demasiado importante. Sviatoslav Richter, a partir de cierta edad, tocaba con la partitura. Y Gidon, que es joven, toca siempre con la música delante. La cuestión de tocar de memoria empezó con Liszt. Pero él tocaba diez o doce obras importantes y el intérprete actual, en cambio, tiene un repertorio mucho más amplio; entonces, no se puede perder tanto tiempo en memorizar”.
El piano“Nunca tuve la sensación de que el público se fascinara conmigo. Todavía no la tengo. Pasan tantas cosas juntas cuando uno toca. La primera, obviamente, es el interés que me produce lo que estoy tocando. La música. Después, cuando se toca con otras personas, hay un registro muy preciso de lo que tocan ellos pero, también, de sus movimientos, de sus gestos. Aunque no los esté viendo, sé cuando cierran los ojos, cuándo sonríen. Hace ya mucho tomé la decisión de no tocar sola. Es un poco misterioso. Yo no sé bien por qué. Resulta que no me gusta mucho estar sola. Y no me gusta la soledad en el escenario”. A Martha Argerich tampoco le gusta estar sola en su casa. Y mucho menos en los hoteles y en las ciudades extranjeras.
Le interesan los tratados teóricos, “saber cómo se tocaba en cada época, conocer las descripciones que otros, como Liszt, hacían de la manera de tocar de Chopin. Eso me hubiera encantado: escuchar cómo tocaba Chopin. Tratar de saber cómo era la interpretación en su época es una cuestión de respeto por el compositor que creó esa música que uno ama. No es que vaya a intentar tocar así, pero esa puede ser una fuente de inspiración”. Su relación con el piano también tiene un grado de tensión. “Puede ser el instrumento más antimusical de todos. Con otros, por lo menos hay que respirar, o hay que hacer movimientos con el arco. En cambio el piano puede ser un instrumento totalmente mecánico. Y un pianista, entonces, puede ser muy antimusical. No hacer ningún relieve, ningún fraseo, y estar tocando el piano”.
En su repertorio es difícil encontrar una pauta común. Cabe tanto una Partita de Bach (nunca todas) como una sonata de Prokofiev. Parece rechazar el concepto de integralidad. Al fin y al cabo, otro duro golpe al mercado discográfico. Las compañías deben olvidar, cuando se trata de ella, la tendencia actual de las ediciones completas. “Odio las integrales –explica–. Además, soy muy perezosa, o por lo menos poco metódica, y me resultaría muy difícil. Por otra parte, si tengo que ir a un concierto, tampoco me gusta oírlas. Me aburren horrores. Para aprender, en cambio, eso es fantástico. Las únicas integrales que hice fueron las de las Sonatas para violín y piano, de Beethoven, con Gidon, y, en dos días, la de las Sonatas para cello y piano, con Mischa Maisky. Y eso me encantó. Fue una inmersión total en ese mundo. Lo que pasa es que me parece que a Bethoven lo entiendo más que a otros compositores”. No sabe con certeza, por otra parte, cómo elije el repertorio: “En general es algo que responde a varias cuestiones: lo que a uno le piden, lo que uno tiene ganas. Es más fácil saber qué es lo que se quiere evitar”. Al principio, Martha Argerich se resiste a decir qué es lo que ella evita. Se ríe, cambia de tema. “Las evito por miedo, no por odio”, concede. “Y al que le tengo miedo es a Mozart. La expresión, en su música, es muy ambigua. A pesar de que a mí me encanta la ambigüedad, pero con él, no sé. Con Mozart me da miedo el sonido del piano moderno. Me gustaría tocarlo con un fortepiano de época, para entender un poco qué tipo de sonido es el que requiere esa música. Es interesante ver qué es lo que necesitan esos instrumentos para sonar: otro tipo de toque, otro tipo de rubato, otra agógica”.
La vidaSus dos gatos, Ginger –un macho marrón rojizo– y Tango –una hembra negra– se pasean entre sus piernas. Y Martha Argerich dice que “nunca” supo que iba a ser pianista. “Aún no lo sé. Por ahí es un poco infantil hablar de esa manera, pero yo soy un poco infantil. Un poco, porque si lo fuera del todo no lo diría. Pero no estoy muy a gusto con mi profesionalismo. Nunca lo estuve. Tal vez, para mi vida social y mi vida afectiva hubiera elegido otra cosa. Esta es una profesión bastante anacrónica. Esta vida impide estar donde uno querría y con quien uno querría. En ese momento, se está con el cuerpito en un avión, yendo a dar un concierto. Me hubiera gustado ser médica “.
Pero hoy el tema, para ella, es la enfermedad. “A veces me olvido de que tengo melanoma. De eso se murió Sergei Rachmaninov. Ahora estoy haciendo un tratamiento experimental. En ocasiones querría negarlo, hacer de cuenta que no tengo nada. Incluso muchas veces me sorprendo diciendo que tengo una salud de hierro. Porque salvo esto, efectivamente nunca me enfermo. Pero negarlo es imposible. Todo es un poco misterioso porque el cáncer me lo detectaron un año después de la muerte de mamá y unos meses después de la muerte de mi mejor amiga. También por cáncer. Cuando me apareció por primera vez fue horrible; sentí mucho miedo. Era como una pesadilla. Yo había pensado que quería compartir un poco del dolor de mi amiga, hasta me sentía culpable por estar sana cada vez que iba a verla. Vivía en el terror. Tenía miedo de dormir. Tenía miedo de mí misma. Después pude pensar: ‘Bueno Marthita, ¿querés vivir o querés morir? ¿Qué querés?’ Y así fue. Por el momento estoy bien. Sólo tengo que tener mucho cuidado con el stress, desde todo punto de vista. Emocional y psicológico. Lo que pasa es que hago demasiado. Los dos últimos años estuve como una loca. Además tuve mucho stress emocional, sobre todo con mi vida sentimental, que es un desastre. En ese sentido estoy muy mal. Mi vida sentimental es el desierto. Lo que pasa es que, en general, no me siento establecida en ningún aspecto. Es como si estuviera siempre construyéndome. Pero pienso que eso es la vida: hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos”.